Nicolás Maduro |
Para comprender mejor los efectos demoledores de la
modernidad, esa trituradora de almas, someteremos a comparación dos
accesos locoides recientes y muy sonados. Tenemos, por un lado, la
locura premoderna de Nicolás Maduro, a quien el difunto Chávez se le
aparece, primero como «pajarito chiquitico» que entabla con él amenos
coloquios; y luego, de forma algo más fantasmagórica, al estilo de las
caras de Bélmez, en la pared de un túnel del metro de Caracas. La locura
de Maduro es férvida y lozana como la prosa de Rómulo Gallegos; una
locura si se quiere un poco paganizante en la que descubrimos esa
absorta y amorosa reverencia al milagro propia de aquella edad de oro en
la que aún no nos envenenaba la suspicacia cientifista. Se trata,
además, de una locura poética, que elige para expresarse imágenes llenas
de encanto literario. ¿Quién no se acuerda, ante el «pajarito
chiquitico» que desliza sus trinos en las orejas de Maduro, de aquella
avecilla que le cantaba al albor al prisionero del romance, antes de que
un malhadado ballestero la matase? ¿Quién no se acuerda de la
golondrina de Oscar Wilde, que murió aterida al pie de la estatua del
Príncipe Feliz, después de besarle los labios? ¿Quién no se acuerda del
ruiseñor de San Virila, que con sus gorgoritos entretuvo durante
trescientos años las meditaciones del santo, haciéndole creer que apenas
había transcurrido un instante? Y lo mismo que decimos del «pajarito
chiquitico» podríamos decir de esa mancha aparecida en una pared, que
Maduro ha tomado por vera efigie de Chávez. Las manchas en las paredes
siempre han excitado la imaginación de los más granados escritores y
poetas, de Juana de Ibarbourou a Edgar Allan Poe. Con propiedad puede
decirse que quien no ha fantaseado ante las formas caprichosas de una
mancha de humedad en la pared o de una nube en lenta singladura por el
cielo es porque no tiene imaginación; y, en no teniendo imaginación,
puede concluirse que es autómata, y no hombre.
Bien distinta de la locura poética de Nicolás Maduro es
la locura árida y como infatuada de sí misma de Miquel Roca, que gallea:
«¿Pero qué se han creído? Me siento nación y digo que soy nación». En
esta frase de chiflado con balcones a la calle comprobamos, en primer
lugar, la megalomanía del loco moderno, que ya no le basta con sentirse
caballero andante o licenciado vidriera, sino que le da por sentirse y,
por ende, ser cosas estrafalarias y rimbombantes: a Luis XIV, Estado; a
Miquel Roca, nación; a cualquier loquillo mindundi, diputación
provincial u oficina del catastro; y así sucesivamente. Pero la frase de
Roca revela, amén de una propensión megalómana desquiciada, otro rasgo
característico del lunático moderno, que es la omnipotencia de la
voluntad, según la cual toda autoridad ulterior no reside en Dios, ni en
la razón, ni siquiera en la ley, sino en la mera voluntad, que puede
dictar leyes a su antojo, y contrariar la razón a su capricho, porque
ella misma es Dios. El voluntarismo es, en el fondo, apetito de caos:
así, Guillermo de Ockham afirmaba que los preceptos del decálogo no eran
de ley natural, sino que Dios habría podido crear un mundo en el que el
odio no fuese pecado, sino virtud; y así Roca cree que «la ley, por
definición, es efímera», y que sólo debe preocuparse por atender sus
voliciones de diosecillo chiflado.
Si en la locura de Maduro encontramos la delicada magia
de los cuentos de hadas, que escudriñan la naturaleza de las cosas hasta
descubrir un milagro, en la locura de Roca hallamos el apetito de caos
del hombre moderno, que niega los milagros y la naturaleza de las cosas
para imponer ¡me siento y digo que soy! su santa voluntad.
Autor: Juan Manuel de Prada
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