Fueron los
cristeros campesinos con poco que perder, gentes de fe sencilla, fieles a
la Iglesia. Formaban el grueso del pueblo y representaban la tradición
de cuatrocientos años de evangelización. Se reclutaron preferentemente
en la zona central de México, allí donde la presencia del elemento
indígena era predominante. Es interesante señalar que las tropas
cristeras, aglutinadas en torno a los estandartes de la cruz de Cristo,
estaban integradas preferentemente por mestizos, mulatos, negros e
indios, mientras que los blancos engrosaban en su mayoría las laicísimas
filas del dogmatismo masónico y el odio a la religión.Los cristeros
formaron un ejército irregular, en el que no se recibía paga alguna y
donde las dificultades de financiación para mantenerse en combate fueron
enormes, así como las carencias de armamento y de sanidad (pese a que
miles de mujeres –las llamadas Brigadas Bonitas– apuntalaron la moral y
las necesidades materiales de los combatientes).
La guerra
cristera estalló solo después de interminables años de agresiones
laicistas dirigidas por los sucesivos gobiernos de la nación. Al menos
desde hacía medio siglo, la beligerancia de las élites criollas no
dejaba margen a la interpretación, pues en México la adscripción
masónica de estas era algo que proclamaban ellas mismas sin rebozo de
ningún género.
Estas élites
habían elaborado una normativa jurídica crecientemente agresiva. Desde
mediado el siglo anterior, la escalada anticatólica no había cedido en
su acometividad pero, aunque no habían faltado los desórdenes y los
conatos violentos, los creyentes habían venido replegándose a las
exigencias políticas sin apenas más que débiles aspavientos.
La tendencia
al compromiso, sin embargo, lejos de conducir al Gobierno a una
evaluación positiva de la disposición católica a parlamentar, le llevó a
considerar que la jerarquía optaría en cualquier caso por el
conformismo, por muy perjudicial que este le resultase, antes que
lanzarse a la aventura. Y no andaban tan desencaminados.
Masones
Cuando el
Ejecutivo se decidió a ir tan lejos como para elaborar la Constitución
de 1917, abiertamente laica e indisimuladamente anticlerical, que
permitía la intervención del Gobierno en los actos del culto público y
la disciplina eclesiástica, ya se había obligado a la Iglesia a
deshacerse de sus propiedades, lo que la había dejado en una situación
de claro debilitamiento. Ahora se la obligaba a la supresión de las
comunidades religiosas existentes, a la vez que se prohibía la formación
de otras nuevas.
Lo que se pretendía no era separar al Estado de la Iglesia, sino la negación a esta de personalidad jurídica alguna y su sometimiento a los controles estatales, controles de carácter político e ideológico que dejaban en manos de reconocidos masones algunos de sus más delicados asuntos. Para los sacerdotes, el mero hecho de vestir la sotana significaba la privación de todo derecho político.
Además, se
estipulaba la prohibición de celebrar cualquier acto de culto fuera de
los templos y se negaba toda posibilidad de enseñanza religiosa. En la
práctica, se dejó a la discrecionalidad de las oligarquías locales la
ejecución de los decretos más radicales. Numerosos obispos fueron
encerrados de modo completamente arbitrario, las monjas fueron
expulsadas de sus conventos, las escuelas cerradas y las propiedades
eclesiales confiscadas.
Confiados en
la hegemonía política de la que disfrutaban, los revolucionarios
mexicanos procedieron arbitrariamente a implementar, con carácter local,
todo tipo de medidas contra la religión, hasta hacer insufrible la
convivencia. El Gobierno llegó al extremo de inventarse una Iglesia
Católica Nacional Mexicana, mientras ocultaba al mundo estas maniobras
amparado en la normativa que impedía la presencia de clero extranjero en
territorio nacional, lo que impedía la acreditación de cualesquiera
representantes de la Iglesia católica procedente de allende las
fronteras mexicanas.
La respuesta
de los católicos fue considerablemente mesurada, dadas las
circunstancias. En primer lugar, comenzó la resistencia cívica a fin de
no consumir y no pagar impuestos, lo que causó un daño notable a la
economía nacional. El movimiento de protesta creció rápidamente y, para
comienzos de 1927, la generalidad del campesinado estaba dispuesta al
levantamiento. Los obispos, por cierto, no. Y por ello se dispusieron a
distanciarse del movimiento con la máxima rapidez. Pese a todos los
pesares, la jerarquía mexicana mantuvo una postura de confianza en que
las autoridades no llevarían la aplicación de la Constitución demasiado
lejos.
Martirio
La
sublevación comenzó en las regiones de Guanajuato, Jalisco y Zacatecas.
Desde allí se extendió a las zonas centrales del país. Su arranque fue
bastante complicado, en parte porque el carácter rural del movimiento
rebelde se avenía mal con la dirección del mismo, radicada en ciudades y
poco comprensible, en ocasiones, con la naturaleza de la cristiandad.
La guerra
tuvo lugar entre 1926 y 1929; en ella tuvieron lugar hechos de auténtico
martirio entre los cristeros. Los gubernamentales perpetraron todo tipo
de matanzas, mientras los campesinos morían fusilados con el nombre de
Cristo Rey y la Santísima Virgen en los labios. El número de cristeros
vilmente asesinados asciende a varios miles; aunque la cifra es difícil
de cuantificar, en su mayoría eran sacerdotes y religiosos de toda
condición.
Por otro
lado, los obispos negociaban a espaldas de los rebeldes con los
estadounidenses, a fin de que les ayudasen a poner fin al conflicto,
tratando de mostrar en toda ocasión su distancia con los cristeros.
El
presidente del país, Elías Calles, creyó ver en la guerra la oportunidad
deseada de acabar con la Iglesia. Pero Calles, uno de los más
significados masones del país americano, no contaba con la decisión de
los cristeros y con la labor en la sombra de Roma y su influencia sobre
el ya poderoso vecino del norte.
Deseosa de
impulsar un acuerdo, la Santa Sede se apresuró a precipitar el fin de la
guerra, aunque la cosa no resultaba tan fácil por cuanto “no hubo ni un
solo campesino que, de modo directo o indirecto, no diera apoyo a los
cristeros”. Pues, en efecto, bajo las banderas del Sagrado Corazón se
alistaron decenas de miles de hombres arrastrados por la devoción a
Nuestra Señora de Guadalupe.
En 1928, el
embajador norteamericano, Morrow, a instancias de la jerarquía mexicana,
logró cerrar un acuerdo entre las partes, por el que cesaba la
violencia y se ofrecía la amnistía a todos lo que dejasen las armas así
como la devolución de una parte de las propiedades al clero. Pero, pese a
la presión ejercida a favor del acuerdo por parte de la Iglesia, solo
una tercera parte de los rebeldes se acogieron a la amnistía, proporción
similar a la del apoyo que encontró en el resto de la jerarquía
eclesiástica, entre la que había una clara división.
La gloria y la pena
La
diferencia de criterios en las filas de la iglesia mexicana llevó a esta
a una situación de manifiesta inferioridad ante el Gobierno, de modo
que finalmente los cristeros, urgidos por la Santa Sede, tuvieron que
poner fin a la guerra el 21 de junio de 1929, en peores condiciones que
las esperadas. Con el agravante de que se fraguó una separación entre el
laicado y el clero mexicano del que todavía se están pagando las
consecuencias. La Iglesia se sometía a la ley, y la Constitución no era
cambiada en una sola coma, si bien las autoridades se comprometían a no
desarrollar los aspectos más agresivos del texto.
Con más
gloria que pena, finalizó la guerra. Una guerra de la que, parafraseando
a Donoso Cortés,no cabía esperar, sobre la gracia del combate, la
gracia de la victoria. Una guerra que produjo un inmenso cortejo de
mártires, prólogo del que, exactamente una década más tarde, sufriría la
misma Iglesia –la española– que en su día entregase a los mexicanos lo
que estimaba como el más sagrado de los bienes: el depósito de la Fe.
Autor: Fernando Paz
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