Le
 pregunto a un amigo catalán por las vicisitudes de su tierra, que 
contempla con tristeza, pero también con la certeza de que son 
consecuencia de un mal originario mucho más profundo al que nadie se 
refiere, un mal originario que ya nadie vislumbra siquiera, porque se 
han cegado por completo las vías que permitían identificar su fuente. Y 
de ese mal originario se desprenden calamidades diversas y variopintas, 
que en apariencia demandan tratamientos diversos. Mi amigo lo expresa 
así: «España tuvo una razón de ser; y reconociéndose en esa razón de ser
 pudo hacerse; desaparecida esa razón de ser, sólo le queda deshacerse 
en todos los órdenes, en un lento proceso de descomposición». Pero 
justamente esa razón de ser es la que no quieren reconocer quienes se 
erigen en defensores de la unidad española y en heraldos de los 
presuntos males que caerán sobre Cataluña, si se separa del resto de 
España.
De vuelta a casa, tras la conversación con mi 
amigo, leo una anotación en el Diario de Unamuno: «¿Qué hace la 
comunidad del pueblo, sino la religión? ¿Qué les une [a los pueblos] por
 debajo de la historia, en el curso oscuro de las humildes labores 
cotidianas? Los intereses no son más que la liga aparente de la 
aglomeración; el espíritu común lo da la religión. La religión hace 
patria y es la patria del espíritu». Es lo mismo que afirmaba Menéndez 
Pelayo, en frase célebre y execrada, al final de sus Heterodoxos: la 
comunidad de los pueblos la hace la religión; es la religión la que da 
una razón de ser a las naciones; y, sofocada o reprimida o expulsada esa
 razón de ser, sólo subsisten los intereses, que son la «liga aparente 
de la aglomeración». Y como los intereses son cambiantes y tornadizos, 
esa liga aparente se puede romper en cualquier momento; si no es hoy 
será mañana, y si no pasado mañana: es una ley biológica impepinable, y 
la historia nos ofrece ejemplos innumerables que la confirman. Contra la
 evidencia de los hechos, no valen los argumentos.
La religión da a los pueblos unos ideales 
compartidos, una conciencia histórica de pertenencia. De esta conciencia
 nacen los vínculos fuertes; y todas las idolatrías o sucedáneos que han
 venido a sustituir a la religión no son sino argamasa de intereses 
egoístas disfrazados de fraternidad (pero no hay fraternidad sin 
paternidad común), vínculos tan débiles como los cimientos de una casa 
construida sobre la arena. Hoy vivimos, sin el fundente de la religión, 
en la «liga aparente de la aglomeración» que denunciaba Unamuno: liga 
aparente que afecta a nuestro régimen político (veremos si la democracia
 sobrevive a la crisis económica sistémica que se prolongará durante 
décadas) y a nuestra organización administrativa; pero también al propio
 tejido celular de la sociedad. ¿Qué es hoy el matrimonio, por ejemplo, 
sino «liga aparente de la aglomeración», fundado sobre intereses 
egoístas y, como tal, tan fácilmente desligable como propicio a las 
ligas más adventicias? Todas las instituciones humanas son  meramente 
nominales, faltándoles el espíritu común que les da la religión. Podemos
 poner todos los nombres rimbombantes que queramos a las instituciones; 
pero tales instituciones acaban siendo parodias grotescas cuando no son 
patria del espíritu. 
Veremos descomponerse mañana la nación, como 
vemos descomponerse hoy el matrimonio. Y, en medio de la descomposición 
provocada por la liga aparente de la aglomeración, llegaremos a comer 
las algarrobas de los puercos, como el hijo pródigo de la parábola. Sólo
 entonces volveremos a la casa del padre, donde está la razón del ser; 
todo lo demás son cloroformos que esconden la nada devoradora que nos 
corrompe.
Autor: Juan Manuel de Prada 
 

 
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