lunes, 12 de noviembre de 2012

Suicidios

En las últimas semanas la crudeza de las circunstancias económicas y la proliferación desmedida de los desahucios han contribuido a resaltar una realidad pavorosa y creciente que tanto los gobernantes como los medios de comunicación prefieren mantener escondida: el suicidio. Las razones para su ocultamiento, más allá del natural pudor a exhibir la desgracia ajena, esconden un común fondo farisaico; así, por ejemplo, se suele argumentar que cuando se visibiliza el suicidio crece el número de suicidas, como si quitarse la propia vida obedeciera a un impulso imitativo. Pero nadie se mata por «impulso imitativo», sino en todo caso por participación en un mismo clima espiritual, al que desde luego han colaborado gobernantes y medios de comunicación; pero no precisamente por divulgar las cifras de suicidios, sino por haber alentado ese clima espiritual que es el humus natural sobre el que los suicidios proliferan.

Diez personas se suicidaron al día durante 2009; muy probablemente, tales cifras hayan sido superadas en la actualidad. Ahora nuestros representantes políticos se han lanzado a «prevenir» el suicidio, iniciativa que, desde luego, nos parece muy loable, como también nos parece muy loable -ya lo hemos manifestado en algún artículo anterior- que se ponga coto a los desahucios; y como nos parecería muy loable -también lo hemos manifestado repetidamente- que se estableciera una legislación laboral que proteja a los trabajadores, hoy reducidos a la condición de mercancía de usar y tirar. Pero todas estas medidas loables -las que se anuncian y las que no tienen visos de anunciarse- serán insuficientes, como ocurre siempre que se pone cadalso a las consecuencias y trono a las causas; pues la causa de que los suicidios crezcan en España no son los desahucios, ni las condiciones injustas que rigen las relaciones laborales, sino el clima espiritual al que antes aludíamos. 

Nuestra época gusta de proclamar que las razones del suicidio son numerosas e indescifrables; se trata, naturalmente, de una falsedad hipócrita. «Cuando un hombre acaba su vida por mano propia -escribía Leonardo Castellani-, es porque no encuentra más motivo para el esfuerzo de vivir. No son situaciones de padecimiento intolerable las que dan los suicidios; o, mejor dicho, lo que hace intolerable un padecimiento no es sino una convicción, o bien una falta de convicción racional. Ningún padecimiento hay intolerable cuando el padeciente cree firme que un día acabará el sufrir y que todo va a acabar bien. La cualidad de infinito aplicada al dolor proviene de una disposición de ánimo llamada desesperación». Y tal disposición de ánimo sólo es concebible allá donde se concluye que seguir viviendo no merece la pena; conclusión que es fatalmente consecuente a la convicción de que no existe otra vida. 

La causa última del suicidio es siempre teológica, por mucho que tratemos de esconderlo entre causas secundarias (sociales, económicas, psicológicas, etcétera). Y es consecuencia inevitable del clima de desesperación pagana que en el Occidente cristiano se infiltró a través de los países protestantes (donde, tradicionalmente, el suicidio fue mucho más numeroso que en los católicos), para conquistar después los católicos, cada vez más descristianados. Aquella proclama de Menandro («Comamos y bebamos, que mañana moriremos») empieza por hacer estragos entre quienes no tienen qué comer y beber; y acaba estragando también a quienes comen y beben, pero se han quedado sin la razón del vivir. Y a matar la razón del vivir es a lo que sistemáticamente se han dedicado quienes ahora se proponen, cínicamente, «prevenir» el suicidio.

Autor: Juan Manuel de Prada

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