Cuando, ante la floración constante de casos de
corrupción política, se repite machaconamente que tales casos no deben
hacernos olvidar que hay políticos honrados se está formulando, desde
luego, una perogrullada; pero también se trata de invertir la realidad
del problema. Pues lo que se pretende con esta repetición machacona es
infundir la ilusión de que los políticos corruptos surgen como
malformaciones de un sistema que está sano; cuando lo cierto es que los
políticos honrados son excepciones heroicas de un sistema que está
enfermo. Y, ocultando esta realidad, nada se logrará en el combate
contra la corrupción: pues por mucho que se fomente la llegada de
personas honradas a la política, el medio corruptor que los cobija
acabará maleándolos; o, en el caso de que no lo consiga, su ejemplo
heroico servirá para perpetuarlo, pues su honradez insobornable seguirá
siendo coartada que justifique la corrupción del medio.
El problema de la corrupción, como casi todos los
problemas que sacuden nuestra época, tiene un fondo -digámoslo así-
teológico, que es la ausencia del sentido de lo sacro que invade la
política; y, mientras seamos incapaces de restaurar nuestros bienes
eternos, muy difícilmente lograremos impedir que haya políticos sin
escrúpulos que sigan arramblando con nuestros bienes temporales. Pero la
recuperación del sentido de lo sacro en política no es cosa que vaya a
ocurrir de la noche a la mañana; extirparlo ha costado varios siglos, y
recuperarlo puede costar al menos otros tantos. Pero, entretanto,
podemos aspirar siquiera a restaurar un sentido de la moral natural,
cosa desde luego nada sencilla allá donde falta el sentido de lo sacro,
más no del todo imposible, siempre que se reconozca que el mal no se
halla en los políticos corruptos -que siempre existirán, aun en un
régimen político que no hubiese extraviado el sentido de lo sacro-, sino
en el modo de organizar las relaciones políticas.
Es la partitocracia la que constitutivamente es corrupta,
porque en ella los políticos dejan de ser representantes populares para
convertirse en una casta cuyo fin primordial es la acumulación de
poder. Pruebas manifiestas de ese mal constitutivo de la partitocracia
las tenemos por doquier: así, por ejemplo, en la efectiva anulación del
principio de separación de poderes o en la injerencia creciente de la
política en la función pública. El asfixiante poder acumulado por los
partidos ha conseguido arruinar, incluso, instituciones nacidas de la
iniciativa social, como las cajas de ahorros; y ha dejado otras hechas
unos zorros, como las universidades. Y es la partitocracia la que ha
conducido al Estado a unos niveles de endeudamiento insoportables, pues
el crecimiento monstruoso del gasto que hemos padecido en las últimas
décadas no es sino la consecuencia inevitable de la necesidad de control
omnímodo que está inscrita en la naturaleza del sistema de partidos. Y
allá donde se generan partidas de gasto con el único fin de asegurar el
crecimiento hipertrófico de las estructuras de la partitocracia, es
inevitable que florezcan conductas corruptas. A la postre, cuando se
analizan los casos más recientes de corrupción, uno descubre que los
políticos corruptos que nos escandalizan no hacían sino captar, manejar y
distribuir partidas de dinero que, en un sistema sano, no tendrían que
haber sido desviadas hacia los partidos.
Inevitablemente, allá donde los partidos se han
convertido en estructuras de acaparación de poder, acaban atrayendo en
su seno a la hez social. Es una ley biológica infalible que las moscas
menudeen en vertederos y letrinas.
Autor: Juan Manuel de Prada
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