En
torno al llamado Día Internacional de la Mujer (las mayúsculas que no
falten) se propagan especies de intención propagandística que hemos
llegado a aceptar como dogmas de fe. Una de las especies más socorridas
consiste en afirmar que las mujeres, realizando el mismo trabajo, ganan
mucho menos dinero que los hombres. Ignoro desde qué instituciones o
chiringuitos se profieren tales afirmaciones, pero resulta en verdad
chocante que tales instituciones o chiringuitos no empleen sus esfuerzos
en denunciar ante los tribunales o ante la inspección de trabajo casos
concretos en los que tal abuso se perpetre, para que se actúe contra las
empresas que lo amparan. Es verdad que el deterioro sufrido por la
legislación laboral en las últimas décadas permite la contratación en
condiciones casi esclavistas; pero todavía no conozco una ley promulgada
en las últimas décadas que permita que hombres y mujeres cobren
cantidades distintas en condiciones idénticas de rango, dedicación,
antigüedad, etcétera.
Este año se ha vuelto a hablar también de las
celebérrimas cuotas femeninas, que Cospedal juzga «muy ofensivas» y
«machistas» (aunque, extrañamente, no propone su erradicación, tal vez
porque entonces tendría que poner sus barbas a remojar). En realidad,
las cuotas femeninas no es que sean ofensivas o machistas; es que son
una coartada que disfraza la consideración de las mujeres como seres
inferiores, cuya falta de méritos y aptitudes debe ser paliada
caritativamente. La experiencia nos demuestra, sin embargo, que las
mujeres desempeñan con igual o mayor competencia que los hombres muchas
profesiones y oficios. Esas mujeres no necesitan de cuotas para su
promoción laboral, pues todavía no conozco a ningún empresario tan
demente que desdeñe a un trabajador competente, para quedarse con uno
inepto. En cambio, las cuotas son un instrumento formidable para
favorecer la promoción de mujeres incompetentes en organismos
endogámicos; así, por ejemplo, en los partidos políticos.
Para justificar la imposición de cuotas femeninas
siempre se alega que los consejos de administración de las empresas
están mayoritariamente ocupados por varones. Si nuestro raciocinio no
estuviese ofuscado por los apriorismos ideológicos, deduciríamos que tal
vez a las mujeres no les guste demasiado alcanzar los consejos de
administración de las empresas (en lo que, en verdad, muestran una
finísima inteligencia). Supongamos, sin embargo, que las mujeres están
deseosas de alcanzar tales puestos, pero que existe una confabulación
demente que lo impide; digo demente porque me cuesta imaginar a los
propietarios o accionistas de una empresa que prefieran encomendar la
administración de su negocio a hombres ineptos, antes que a mujeres
competentes. Si tales empresarios y accionistas dementes existiesen, en
el pecado llevarían la penitencia, pues sus empresas, en manos de esos
administradores ineptos, no tardarían en hundirse; pero se trataría de
casos, en verdad, patológicos. Los empresarios se caracterizan por
desear lo mejor para sus empresas; y aun suponiendo que razones de
amistad, o delicados equilibrios empresariales, puedan empañar de vez en
cuando su juicio, a la postre los balances cantan. Y no conozco a
ninguno que se empecine en mantener en puestos de responsabilidad a
ineptos recalcitrantes que los conducen a la quiebra, por el mero hecho
de que sean hombres.
Pero se nos obliga a aceptar que los empresarios o
accionistas dementes abundan; y que son muchos los que prefieren
condenar su negocio antes que renegar de su inveterado machismo. ¡Qué
país, Miquelarena!
Autor: Juan Manuel de Prada
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