jueves, 2 de mayo de 2013

Sobre la justicia...

“Estoy convencido de que la cuestión de la justicia es el argumento esencial o, en todo caso, el argumento más fuerte en favor de la fe en la vida eterna. La necesidad meramente individual de una satisfacción plena que se nos niega en esta vida, de la inmortalidad del amor que esperamos, es ciertamente un motivo importante para creer que el hombre esté hecho para la eternidad; pero sólo en relación con el reconocimiento de que la injusticia de la historia no puede ser la última palabra en absoluto, llega a ser plenamente convincente la necesidad del retorno de Cristo y de la vida nueva” ( Benedicto XVI, Spe salvi, 43).


Un argumento tradicional contra la creencia en Dios, por consiguiente de la vida eterna según la doctrina cristiana, es la existencia del mal, uno de cuyos rasgos principales se manifiesta en la injusticia: ¿cómo podría haberlo permitido un Dios omnipotente, omnisciente y bondadoso? Si lo permite no es bondadoso, y si ocurre sin su consentimiento, no es omnipotente o no es omnisciente. Pero la convicción de que el mundo o la historia son injustos --parcial o esencialmente--, puede interpretarse en sentido contrario, tal como hace Benedicto XVI: la injusticia demanda compensación plena que, al ser imposible en este mundo, remite necesariamente a otro.

No obstante pueden hacerse algunas objeciones a la tesis de Benedicto XVI desde una posición escéptica o dudosa. Ciertamente existe en el ser humano un profundo anhelo de justicia y de amor, y ese anhelo no puede ser arbitrario. De hecho es uno de los sentimientos que han movido la historia. A pesar de ello podría tratarse de un anhelo ilusorio, como tantos otros, en el sentido de que de ninguna forma podría obtenerse por completo, aquí o en alguna otra vida.

En general, cabe definir la injusticia como un mal no merecido, infligido a la inocencia, pues los males que damos por merecidos o inevitables los aceptamos sin excesiva desazón moral, y en cambio nos subleva el mal que creemos inmerecido. La injusticia sería una forma del mal, incluso la más precisa.

La justicia suele entenderse como “dar a cada uno lo suyo”. Esto parece claro, pero resulta harto complicado. Supone que alguien tiene capacidad de dar y la posibilidad de discernir objetivamente qué merece cada cual. Se trata de un problema político-moral: el del poder. Las sociedades humanas son por naturaleza conflictivas, pues en ellas fluyen y chocan muchas ideas, sentimientos, caracteres, tendencias e intereses diversos u opuestos, debido a la profunda individuación de la especie. Para controlar el conflicto y evitar la desintegración social surge de modo espontáneo el poder, la autoridad conferida a alguien para “dar” con justicia. Es difícil imaginar una sociedad humana sin un poder capaz de imponerse sobre las apetencias opuestas de particulares y grupos, y de armonizarlas en alguna medida. Una sociedad solo podría funcionar sin un poder si se perdiera la individuación y se gobernara por instinto, al modo de las hormigas o las abejas. Algo imposible desde que el hombre mordió la fruta del árbol del bien y del mal, pero a lo que aspiran todos los utopismos. La necesidad del poder no significa que este no pueda ser juzgado como injusto y tiránico, aunque su objetivo sea la justicia.

El merecimiento de cada uno es también cuestión muy ardua. La idea de justicia tiene relación con nuestros deseos, y estos son a menudo inconcretos, nebulosos o contradictorios, o entran en colisión con los de otras personas o grupos. Al mismo tiempo, los deseos suelen ser impetuosos, y casi todo el mundo cree, con razón o sin ella, merecer más de lo que recibe; y tiende por tanto a creerse víctima de injusticia. El desfase, real o imaginario, entre lo merecido y lo recibido, genera descontento. Por todo ello, la justicia humana casi nunca alcanza un grado muy alto, y si lo alcanza es solo temporalmente, según prueba una larga experiencia. La historia de los pueblos muestra una sucesión de conflictos, revueltas y homicidios motivados por la injusticia o injustos ellos mismos. Otros problemas relacionados con la justicia atañen a la libertad y la responsabilidad.

Al hablar de justicia nos referimos comunmente a la que practican los hombres entre sí, y tendemos a apartarla, al menos hasta cierto punto, de la voluntad divina. Pero existen también los males de la naturaleza (desastres, enfermedades, accidentes… además de la muerte), los cuales, por afectar indiscriminadamente a inocentes y culpables, podríamos considerar una injusticia, en este caso achacable de modo directo a Dios. Y también los males infligidos por los seres humanos entre sí pueden considerarse, más indirectamente, causados por Dios, que creó al hombre de este modo, proclive al mal y a la injusticia. De ahí cabría dudar, nuevamente, de la justicia, la bondad o la misma realidad de Dios. Parece haber, pues, serios problemas para la creencia religiosa.

Cambiando un poco el enfoque, ¿se caracterizan por la injusticia el mundo, la vida, la historia? La sociedad humana, según el protestantismo, tendría que ser radicalmente injusta, al ser obra de seres radicalmente caídos por el pecado original y cuyas obras carecen de valor. Solo una gracia arbitraria de Dios, cuya decisión y alcance no puede discernir con claridad nuestra mente, enmendaría parcialmente tan triste condición. El catolicismo, más esperanzador, valora las obras humanas, y por tanto considera la injusticia como un hecho parcial, no radical.

Pero cabe imaginar un punto de vista más amplio: la justicia como fundamento de la existencia. En las sociedades complejas, la justicia va ligada a la ley, que funda la existencia misma de la sociedad. La idea resulta en parte aplicable a la naturaleza en general, a la que hemos extendido, por analogía, el concepto de “ley”: llamamos “leyes” a aquellas regularidades conforme a las cuales se comporta el mundo físico, y sin las cuales este se convertiría en un caos inimaginable, no podría simplemente existir, al menos según nuestras capacidades psíquicas y racionales. Aunque no llamamos “justicia” a la gravedad, la llamamos ley, que, al cumplirse con plena regularidad al contrario que las leyes humanas, no va acompañada de “injusticia”. Debemos concluir de esta concepción que una sociedad radicalmente injusta no podría existir, o al menos mantenerse. La existencia de las sociedades humanas responde a una justicia, de la que las leyes distintas y aun contradictorias, así como las injusticias, solo serían manifestaciones parciales, subsumibles en una justicia más general.

De este modo, lo que se presenta como injusticia a nuestro sentimiento y capacidad de raciocinio, podría no serlo en un sentido más amplio. Creo que esa viene a ser la lección que Dios da a Job: “tu sentido de la justicia, tu capacidad racional, solo alcanzan para juicios limitados”. Aunque, como dice la experiencia, no rígidamente limitados, sino expansivos o perfectivos. O, en otras palabras: la justicia inmanente que sostiene el mundo solo es accesible parcialmente a nuestra razón. Conclusión penosa pero difícil de eludir para el ser humano, desbordado por el mundo y por el misterio de su propia existencia.

La capacidad de decidir sobre lo justo y lo injusto depende en gran parte de la potencia de nuestra razón. En este sentido los últimos tres siglos de la historia europea, desde la Ilustración, vienen marcados por una exaltación racionalista: a la razón se atribuye, al menos en una perspectiva histórica de progreso, capacidad prácticamente divina para satisfacer de modo pleno las exigencias morales y materiales del ser humano. Sin embargo esa experiencia histórica ha probado que la razón así concebida, desconocedora de sus límites, se dispersa en ideologías diversas y opuestas, muy lejos de ofrecer la esperada solución clara y unívoca a los grandes problemas. Las ideologías en competencia suelen tacharse entre sí de irracionales o irracionalistas, pero tanto el marxismo como el fascismo, el nacionalsocialismo, el anarquismo, algunas corrientes liberales, etc., tienen su nido en el racionalismo de la Ilustración, y su propia racionalidad desarrollada.

Así, la historia mostraría que la razón, al exaltarse y absolutizarse, se pierde en laberintos. No parece disparatado pensar que hechos como las guerras mundiales resultarían del abuso de la razón y demostrarían la ineptitud, al menos relativa, de esta para explicar el mundo y satisfacer los anhelos humanos más profundos. Sentimos que tales guerras y otros muchos sucesos son injustos en sí mismos, porque han causado enormes sufrimientos a inocentes; pero acaso entrañan una justicia, un merecimiento social: resultan de una opción racionalista tomada por seres humanos, y suena extraño culpar de ello a Dios. Los males no dejan de existir porque neguemos a Dios y pongamos en su lugar al Hombre con su Razón supuesta omnipotente. En cierto modo, al descargar toda la responsabilidad sobre el hombre mismo, el ateísmo funda una desesperanza radical: la existencia del mal, debida exclusivamente al hombre, y sin aceptación de misterio o referencia superior, contamina toda la vida humana volviendo incierto el sentido del bien, imaginado en un “progreso” nebuloso que deja el presente en la miseria. El ateísmo también tiene, pues, sus problemas: o lleva a la conclusión de la miseria e injusticia radicales del ser humano, o necesita imaginar un hombre ideal, pero ajeno a la realidad presente, en nombre del cual sería lícito aplastar o manipular a los hombres de carne y hueso, tan reacios a ese ideal e inclinados a la maldad.

Por otra parte, considerar la sociedad radicalmente injusta tiene consecuencias demoledoras, pues vuelve inútil la moral, máxime si se cree que no hay Dios. La vida perdería cualquier sentido o significado posible.

En fin, negando radicalmente la justicia del mundo, o bien atribuimos la injusticia a Dios, situándonos ilusoriamente por encima de él y juzgándolo, o bien negamos que pueda haber un Dios. Lo primero resulta grotesco tanto desde un punto de vista religioso como racional, y lo segundo acarrea la necesidad de sustituir a Dios por la razón, lo que no ha dado buenos resultados en la historia, o bien suponer la vida carente de cualquier sentido, una pretensión insoportable para la psique si se sostiene como algo más que una pose.

Así, la opción atea parece fundamentalmente destructiva, mientras que la opción por la fe produce una especie de descanso de la psique, y lo mismo, aunque de otra manera, la opción por el agnosticismo. Pero la inquietud fundamental del hombre por el sentido del mundo y de la vida sigue viva en todos los casos.

Parece imponerse la conclusión de que, si bien la fe encuentra serias objeciones en la razón, los intentos absolutistas de sustituir la fe por la razón chocan con dificultades aún mayores. 

Autor: Pío Moa

No hay comentarios: