domingo, 4 de agosto de 2013

Rusia

Putin
Finalmente, Rusia concedió asilo a Snowden, el tipo que —como en la fábula del rey desnudo— osó decir lo que todos sabíamos que estaba sucediendo, pero nadie se atrevía a declarar. Así, se pone fin (provisional) a los padecimientos sufridos por este pobre hombre, que tienen algo de parodia dantesca: mientras él ya sólo aspira a que lo dejen vivir en paz en el limbo, el gobierno de su nación parece dispuesto a hacer de su vida un infierno. Por supuesto, Snowden tiene nuestras simpatías: no sabemos si es un mártir inconsciente, un pobre diablo, un piernas o un felón, pero lo que ha revelado es la verdad. Tal vez sea una verdad que pone en peligro «la seguridad del mundo», como pomposamente afirman las autoridades americanas, pero la gente a la que le gusta que la adormezcan con cuentos, a cambio de creerse segura, nos revienta tanto como aquellos súbditos del rey desnudo que callaban mientras su señor desfilaba en porreta.
 
 
Pero la intención de este artículo era resaltar la actitud desafiante de Rusia, que no ha tenido empacho en contrariar a las autoridades americanas. Durante algún tiempo, parecía que Putin no se atrevería a tanto, pero finalmente lo ha hecho, consciente de que al acoger a Snowden está abofeteando públicamente al «amigo» americano. A simple vista, parece una machada más de Putin, a quien muchos tienen por un bravucón infatuado, y otros, por un autócrata megalómano; y que a ritmo acelerado se está convirtiendo en la «bicha» de Occidente, en la bestia negra de la ideología liberal-progresista. Reconociendo que el tipo tiene rasgos histriónicos —pero de ese histrionismo hermético y perfectamente impasible—, y que le gusta demostrar a cada instante que tiene la chorra más larga que los demás, hemos de confesar que Putin nos cae bien. En su constante confrontación con Occidente —con un Occidente delicuescente, depravado, blanduloso, terminal— hay algo a simple vista provocativo (como de chulo profesional) que los «analistas internacionales» podrán interpretar como movimientos que favorecen sus intereses «geoestratégicos», o como un afán grotesco y populista por reavivar las tensiones de la guerra fría; pero yo creo que en el desafío constante que Putin lanza a Occidente hay algo más profundo y misterioso, un designio histórico del que tal vez ni el propio Putin sea consciente. 
 
Snowden
Por supuesto, en ese desafío no faltan los episodios cómicos (recordemos la peregrina nacionalización del actor francés Gérard Depardieu) que restan grandeza o añaden pintoresquismo a este designio; pero sospecho que tales episodios no son sino «divertimentos» que Putin se permite, para humillar más ostentosamente a ese Occidente podrido que combate, a veces mediante «gestos» extraordinariamente elocuentes (la condena a las asquerosas cantantes del grupo Pussy Riot, que tanto ofendió a nuestros «paladines de los derechos»), a veces mediante leyes abiertamente hostiles a los «paradigmas culturales» que Occidente pretende convertir en religión universal —prohibición de toda forma de propaganda gay, limitaciones muy severas a la adopción de niños rusos por parte de españoles y franceses, etcétera—, a veces manteniendo prendida una llama de cordura en un mundo invadido por las tinieblas de la demencia, como ha hecho oponiéndose al apoyo occidental a los rebeldes sirios. Es un combate desplegado en muchos y muy diversos frentes el que Rusia ha planteado a un Occidente delicuescente y suicida; y, en un orden más modesto, celebramos que Putin haya vuelto a chinchar a la patulea que lleva a Occidente al barranco, concediendo asilo a Snowden.
 

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