Allá por el siglo XVIII, a los fisiócratas les dio por decir que la economía
era una ciencia exacta, regida por leyes inexorables; y que, por lo
tanto, tratar de enjuiciar tales leyes era tan inútil y absurdo como
enjuiciar la ley de gravitación universal o las ecuaciones de segundo
grado. Lograron que la gente se convenciera de semejante dislate; y,
desde entonces, hemos vivido creyendo que las leyes económicas eran tan
inamovibles como las leyes de la naturaleza, igual que en otras fases de
la Historia vivimos creyendo que la tierra era plana, o que el sol
giraba en derredor de la tierra. Quienes nunca se tragaron la patraña
fueron los propios economistas, como demostró Adam Smith, que se tiró
toda la vida predicando las ventajas del librecambio y denostando las
leyes proteccionistas para terminar sus días... empleado como jefe de
aduanas en Edimburgo.
Con el tiempo, la ciencia económica se ramificó
en escuelas diversas, a menudo ferozmente encontradas, que sin embargo
siguieron reclamando a sus adeptos una fe ciega en sus postulados. La
escuela de Keynes, por ejemplo, postulaba que cuanto mayor es la
distribución de la riqueza, más se dinamiza la economía, pues mayor es
la cantidad de gente que puede demandar bienes; para lo que recomendó
que la riqueza se redistribuyese a través de los impuestos. Pero la
presión impositiva sobre las rentas más elevadas llegó a ser tal que
mató el incentivo para crear riqueza, lo que a su vez redundó en una
menor recaudación fiscal. Entonces llegó la escuela de Milton Friedman,
que recomendó exactamente lo contrario: sólo bajando los impuestos se
lograría estimular la actividad económica. Reagan compró la idea, y con
él otros muchos gobernantes de su tiempo; y, en efecto, la actividad
económica se dinamizó, a costa de que el déficit de los Estados se
inflase hasta extremos insostenibles... mientras la «dinamización» de la
economía favorecía concentraciones de riquezas tales que podían mandar a
su antojo sobre los Estados endeudados hasta las cejas.
Así hemos vivido durante décadas o siglos,
creyendo que las sucesivas teorías económicas eran tan infalibles como
las leyes de la naturaleza y que, por lo tanto, podían anticipar el
futuro como el sismógrafo anticipa los terremotos. Pero ahora todas
nuestras falsas certezas se derrumban: empezamos a atisbar que la
economía es más bien una ciencia que anticipa exactamente lo contrario
de lo que va a suceder; y un clavo ardiendo al que nuestros políticos se
aferran, porque brinda refugio a su voluntarismo y a sus anhelos
ilusorios (eso que los anglosajones, muy sarcásticamente, denominan
wishful thinking). Así explica la situación Ignacio Camacho: si nos dicen que la economía española se
va a recuperar en tal o cual trimestre del próximo año, sabemos que para
entonces aún estaremos peor; y si nos advierten que nuestros ahorros
están seguros en los bancos, corremos en estampida a sacarlos. La
ciencia económica, antaño orgullosa, se asemeja a un escarabajo panza
arriba que patalea frenético, pugnando en vano por darse la vuelta; y
sus ministros o sacerdotes nos merecen tanta confianza como los
vendedores de crecepelos, la misma que los políticos aferrados a sus
clavos ardientes.
En una situación semejante, las sociedades vivas
clavaban los pies en el suelo y elevaban la mirada en el cielo: quiero
decir que se ponían a rezar y a trabajar. A las sociedades agotadas sólo
les resta, como el poema de Kavafis, esperar a los bárbaros: que tal
vez nunca lleguen, porque están con nosotros.
Autor: Juan Manuel de Prada
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