¡Menuda matraca nos pegaron con la pitada al himno
nacional en la final de la Copa del Rey! Casi llegaron a convencernos de
que la supervivencia de nuestra patria dependía de que aquella pitada
se impidiese; y hasta hubo un ministro que asoció los subidones de la
prima de riesgo con los decibelios de la pitada. Pero aquellos
vascongados y catalanes que pitaron a rabiar el himno nacional no
hicieron sino lo que les han enseñado a hacer desde que los destetaron; y
enojarse de que lo hagan es tan absurdo como enojarse de que el perro
de Paulov segregue salivilla cada vez que suena la campana que le
anuncia la pitanza. ¡Como si los actos reflejos fueran tan fácilmente
reprimibles! Mejor sería correr a gorrazos al Paulov que les enseñó a
pitar como posesos cada vez que oyen los acordes del himno nacional; y,
mejor aún, a los que autorizaron el experimento de Paulov. Aunque a
éstos, más que correrlos a gorrazos, habría que colgarlos de la picota;
pero resulta que son los mismos que, muy patrióticamente, se quejan de
la pitada, desde su poltrona parlamentaria o su despacho de gobierno.
Decía Camba que hay en España muchísimas personas de cuyo
patriotismo no tenemos otra noticia que las gallinas que se engullen,
las copas que se sorben o los cigarros que se fuman; y este patriotismo
de los estómagos agradecidos no ha hecho desde entonces sino crecer.
Decía también Camba que el problema de España, con sus voces ásperas de
violencia terrible y sus puñetazos en las mesas de los cafés, se
solucionaría metiendo algunos millones de duros, «siempre, naturalmente,
que los millones no se quedaran todos en algunos bolsillos». Nuestros
patriotas retóricos dieron con otra fórmula alternativa, mucho más
provechosa para ellos, que consiste en sacar algunos millones de duros
de nuestros bolsillos, para meterlos en los suyos; y, cuando los
millones de duros no aparecen por parte alguna (¡porque en los bolsillos
de nuestros patriotas no se mira!), lo que hacen es sacarlos otra vez
de nuestros bolsillos, para cuadrar las cuentas. Luego, una vez
cuadradas, aún los veremos engullirse una gallina, o sorber una copa, o
fumarse un puro, para celebrar la patriótica operación de salvamento de
nuestra economía. Y en España ni siquiera se oyen voces ásperas, ni
puñetazos en las mesas de los cafés, porque toda la fuerza se nos fue en
maldecir a los antipatriotas que pitaron el himno nacional en la Copa
del Rey.
Si a los miembros del consejo de administración de
Bankia, ese parque temático del enchufismo español (pero ya nos advertía
Camba que nada hay tan español como concebir el Estado como una gran
central eléctrica a la que hay que enchufarse para brillar), les
hubiesen preguntado por la pitada de la final de la Copa del Rey, estoy
seguro de que se habrían mostrado indignadísimos; lo que, sin embargo,
no les ha impedido pulirse los ahorros de media España. También estoy
seguro de que la pitada de la final de la Copa del Rey enojó muchísimo a
quienes, en los últimos meses, se han apresurado a sacar sus ahorros de
España. Pero sacar los ahorros de España cuando pintan bastos y pulirse
el dinero de los demás cuando pintan oros son actos reflejos, como lo
es en el vascongado y en el catalán pitar el himno nacional cuando
pintan copas: experimentos de Paulov autorizados desde las poltronas
parlamentarias y los despachos de gobierno. Y nadie se atreverá a
discutir el patriotismo de quienes los ocupan, aunque de tal patriotismo
sólo tengamos noticia por las gallinas que se engullen, las copas que
se sorben o los cigarros que se fuman (en la intimidad, por supuesto,
que fumar en lugares públicos es antipatriótico).
Autor: Juan Manuel de Prada
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