«Las penas arden en el pecho / con
llamaradas más profundas / que las del sol de mediodía». Así concluye
uno de los poemas más hermosos de La vida en llamas (Visor), el último
libro de Luis Alberto de Cuenca, que vuelve a explorar esos continentes
sumergidos, atlántidas de secreto dolor, donde se refugia herida la
belleza, un tema que nuestro poeta ya había merodeado en anteriores
entregas. Luis Alberto de Cuenca no gusta de los desgarros jeremíacos;
pero bajo la fachada aparentemente risueña de sus versos se desliza,
como un oro sombrío, una brisa de sufrimiento y desolación, el aleteo de
una pesadilla que nos lanza su arañazo, para después recogerse en la
guarida de un humor estoico y mordaz a partes iguales. La poesía de Luis
Alberto de Cuenca presenta una superficie apacible como un estanque;
pero basta asomarse a sus aguas para descubrir que esconde reflujos y
mareas altas, tempestades y arrecifes pavorosos, faunas abisales y
carnívoras que muerden sin piedad, antes de entregar el tesoro que
custodian. Como esos bajorrelieves asirios que el poeta celebra en otro
pasaje del libro, los poemas de Luis Alberto de Cuenca esconden un
tumulto de pasiones terribles, crudelísimas, un hervor de sangre y de
miedo que se aplaca en la medida exacta de cada verso. La vida en llamas
semeja a simple vista una estancia de pacífica felicidad hogareña; pero
basta girar el picaporte de su puerta para que el lector se halle al
borde del cráter, fatalmente invocado por su magma, fatalmente atraído
por la pujanza del abismo candente que se abre a sus pies.
El poeta sabe que la literatura es «la llave / que nos
abre la puerta del consuelo, la única / barricada posible contra el
miedo de ahí fuera». Y se esfuerza por hacernos la estancia lo más grata
posible, exorcizando la angustia con poemas por los que deambulan los
espectros benéficos de la bibliofilia, los héroes que «van a la muerte
como quien va a una cita / de amor o de amistad», los cantares de gesta,
las mujeres fatales del cine, que con una simple caída de pestañas
repueblen el desierto del Gobi y prenden fuego a la selva del Amazonas.
Las criaturas que pueblan La vida en llamas parecen revolcarse sobre un
lecho de ortigas y vidrios rotos: se quieren con voluptuosidad y
espanto, con un júbilo encarnizado y caníbal, como si necesitaran
destruirse para sentirse vivas; se entregan a ensoñaciones tétricas y a
oraciones feroces; se intercambian caricias y dentelladas, como si
quisieran probar la recóndita verdad de aquella frase de Baudelaire: «El
amor es un crimen en que tienes / que contar por lo menos con un
cómplice». Pero, tras la travesía por los páramos del dolor, atisban
allá al fondo, refugiado en un valle, un jardín donde aún es posible
recogerse, para lamerse mutuamente las heridas.
Luis Alberto de Cuenca, que entre bromas y veras nos ha
llevado de la mano por esos infiernos subterráneos que abrasan el
corazón del hombre, conduce su libro hacia un desenlace donde el
incendio se aquieta y hace rescoldo, para cobijarse en el corazón de la
amada. En los últimos poemas de La vida en llamas vuelve a mostrarse la
acendrada veta amatoria del poeta, y también su afilada y saludable
ironía, como en esa joya titulada «Political incorrectness»: «Sé buena,
dime cosas incorrectas / desde el punto de vista político. Un ejemplo: /
que eres rubia. Otro ejemplo: que Occidente / no te parece un monstruo
de barbarie / dedicado a la sórdida tarea / de cargarse el planeta.
Otro: que el multi- / culturalismo es un nuevo fascismo, / sólo que más
hortera (...) Dime cosas que lleven a la hoguera / directamente, dime
atrocidades / que cuestionen verdades absolutas / como: «No creo en la
igualdad». O dime / cosas terribles como que me quieres / a pesar de que
no soy de tu sexo, / que me quieres del todo, con locura, / para
siempre, como querían antes / las hembras de la Tierra».
Como querían y seguirían queriendo si las dejaran, Luis Alberto. Pero la basura cósmica del feminismo ha apagado su fuego.
Autor: Juan Manuel de Prada (sábado 29 de julio de 2006).
No hay comentarios:
Publicar un comentario