Lo
escribía José María Pemán, hace más de cuarenta años, en ABC: -El
catalán no es un problema: es una evidencia. Lo que ocurre es que las
evidencias cobran fisonomía contorsionada de problema cuando son
manejadas por los políticos, ¡que ésos sí son un problema!
Un vaso de agua clara, llamaba entonces Pemán a
la lengua catalana: una realidad biológica, como la montaña de
Montserrat, no como las leyes o los decretos que manejan los políticos; y
contra la que las leyes y los decretos nada tenían que hacer. Ocurre
hoy, sin embargo, que todo lo que nos llega de Cataluña nos parece un
vaso de agua turbia; y lo mismo les ocurre a los catalanes con todo lo
que les llega de nosotros. Claro que lo que bebemos ya no es una
realidad biológica, sino una ponzoña que los políticos llevan manejando
demasiado tiempo. Decía Tirso de Molina que «la lealtad de Cataluña, si
en conservar sus privilegios es tenacísima, en servir a sus reyes es sin
ejemplo extremada». Pero a los catalanes les arrebataron injustamente
sus privilegios; y desde entonces dejaron de servir a sus reyes con
aquella lealtad extremada de antaño. La abolición de los fueros e
instituciones catalanas, allá en el siglo XVIII, fue una negación de su
realidad biológica; y, como las realidades biológicas no pueden negarse,
desde entonces Cataluña reaccionó de forma morbosa. La abolición de los
fueros catalanes, a la larga, sería aprovechada por el nacionalismo
como coartada para fomentar la conciencia de agravio histórico, frente a
otras tierras de España que los conservaron. Prat de la Riba, uno de
los impulsores del nacionalismo catalán, constataba que «el ser de
Cataluña seguía pegado como los pólipos al coral del ser castellano»; y,
puesto que los catalanes seguían sintiéndose españoles, el nacionalismo
decidió que había que conseguir como fuera que se sintieran catalanes y
nada más que catalanes. Y «esta obra -reconoce Prat de la Riba, en
frase estremecedora- no la hizo el amor, sino el odio».
El nacionalismo catalán, como todos los
nacionalismos que en el mundo han sido, son y serán, constituye un
subproducto liberal; una consecuencia morbosa de esa pretensión
quimérica de construir una «nación» con leyes y decretos. Esta quimera
puramente contractualista, en la que la nación se constituye mediante un
acto de soberanía, olvidando las realidades históricas
-biológicas-preexistentes, es la que hemos celebrado, por ejemplo, en el
bicentenario de la constitución de Cádiz; y de esta quimera puramente
contractualista vinieron luego todas las floraciones de odio que se
dieron, y seguirán dándose, entre los pueblos de España. Este proceso ya
no tiene vuelta atrás, porque la negación de una realidad biológica
sólo engendra malformaciones; y el nacionalismo catalán es una
malformación inevitable de aquella sin parangón y tenacísima voluntad
catalana en la conservación de sus privilegios, abolidos con los
decretos de nueva planta. Luego aquella negación de una realidad
biológica se ha querido remediar con leyes (que si autonomías, que si
patatín, que si patatán), pero para entonces la obra del odio de la que
hablaba Prat de la Riba ya había prendido irremediablemente.
He aquí una paradoja atroz: aplaudimos y
conmemoramos el proceso político que entronizó el concepto de nación
soberana, olvidada de su realidad biológica preexistente; y, a la vez,
lamentamos que tal concepto haya calado en el nacionalismo catalán.
España sigue siendo ese sitio donde se pone tronos a las causas y
cadalsos a las consecuencias, en acertada frase de Vázquez de Mella.
Autor: Juan Manuel de Prada
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