En
uno de los pasajes más misteriosos de las Escrituras, San Pablo
recuerda a los tesalonicenses que el Anticristo no se declarará mientras
el «katéjon» (obstáculo) no sea removido. Toda la tradición exegética
posterior, desde los primeros siglos, coincidió en señalar que San Pablo
se refería al Imperio Romano; o, más precisamente, a la subsistencia
del principio de autoridad sobre la que se fundaba la organización
romana, a la que habría puesto fin Napoleón, o la caída del imperio
austro-húngaro; o que, según otros autores, todavía subsiste, a través
de la institución del Papado. Pero en este artículo no pretendemos
profundizar en este misterio, sino señalar la pasmosa paradoja que las
palabras de San Pablo encierran: el Imperio Romano, que combatía la
propagación del Evangelio, era sin embargo señalado como el «katéjon»
que impedía el desencadenamiento de fuerzas malignas más pavorosas; es
decir, un mal cierto y presente era, sin embargo, el obstáculo que
impedía el advenimiento de un mal futuro inmensamente mayor. Los
cristianos acataron la enseñanza de San Pablo; y la Iglesia, en efecto,
se haría fuerte aprovechando la organización administrativa del Imperio
Romano.
Traigo a colación esta enseñanza paulina del
«katéjon» porque creo que ilustra a la perfección el proceso desatado en
los países musulmanes. Seguramente los tiranuelos que gobernaban en
Irak, Egipto, Libia o Siria eran un mal cierto y presente; pero su
derrocamiento impedía el advenimiento de un mal futuro inmensamente
mayor. Aquellos tiranuelos eran el «katéjon» que obstaculizaba la
manifestación del islamismo desatado; seguramente eran crueles con sus
súbditos, y su dominio se fundaba sobre la corrupción (de la que, por
cierto, participaban opíparamente las potencias occidentales); pero,
bajo su férula, permanecían encadenados los demonios que ahora se han
desatado. En los últimos días se ha prestado gran atención mediática al
asesinato del embajador estadounidense en Libia y al asalto de diversas
legaciones diplomáticas; pero tales acontecimientos no son sino una
expresión mínima del furor islamista que reina en los países de la
llamada «primavera árabe», donde las comunidades cristianas están siendo
sometidas a persecución martirial (ante el silencio culpable, por
cierto, de los medios de comunicación occidentales). En el gobierno de
Sadam Hussein llegó a figurar algún ministro cristiano; hoy, en Irak,
los cristianos sufren atentados que son auténticas hecatombes y son
condenados a la diáspora. Bajo el mandato de Gadafi, se celebraba sin
cortapisas el culto en los templos cristianos, abarrotados por una
multitud de emigrantes venidos de los países subsaharianos; en la
«liberación» de Libia, tales emigrantes cristianos fueron macheteados
sin piedad, con la falsa excusa de haber colaborado con el régimen de
Gadafi. Lo mismo, aproximadamente, puede predicarse de Egipto, donde los
coptos, aunque eran tratados como ciudadanos de segunda, podían
profesar su fe; hoy están siendo reducidos a la clandestinidad, y
asesinados a mansalva. Y lo mismo ocurrirá -está ocurriendo ya, en
aquellas zonas del país controladas por los rebeldes- en Siria.
El mal mayor que ahora campea en los países de la
llamada «primavera árabe» no habría podido manifestarse sin la
inestimable ayuda de las potencias occidentales, con Estados Unidos a la
cabeza, gobernadas por una patulea de presuntos adalides de la
«democracia». Lo que está sucediendo en estos días es tan sólo el
comienzo. Un «katéjon» ha sido removido.
Autor: Juan Manuel de Prada
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