La
nueva crisis provocada chulescamente por una revistucha francesa, que
en ejercicio de una sedicente «libertad de expresión» ha publicado unas
caricaturas ofensivas para las creencias de los mahometanos vuelve a
confrontarnos con una realidad desdichada e incontrovertible: la
democracia occidental ha dejado de ser una provechosa forma de gobierno
para erigirse en un sucedáneo de religión, un culto idolátrico capaz de
cualquier desafuero, con tal de hacer alarde de su hegemonía (aunque,
precisamente, en el alarde no hace sino confirmarnos que tal hegemonía
no es, en realidad, sino puro fachadismo y aspaviento). Habría que
empezar señalando que la ofensa gratuita al prójimo, y máxime cuando tal
ofensa se dirige a sus creencias religiosas (sean estas verdaderas o
erróneas), no es ejercicio de libertad, sino falta de caridad propia de
energúmenos; y máxime cuando esta presunta libertad se ejerce en nombre
de otra religión, al menos igual de errónea que la que se ofende.
Cada vez que algún energúmeno ofende las
creencias de los católicos, siempre salta un coro de loritos que, desde
el descreimiento o el fariseísmo, se preguntan: «¿A que no se atreve a
hacer lo mismo con las creencias de los musulmanes?». Digo que los
loritos que se hacen esta pregunta recurrente son descreídos o fariseos
porque no conozco a ningún católico íntegro que desee para el prójimo
-aunque ese prójimo profese cualquier religión desnortada- la ofensa que
a él le ha sido inferida, porque sabe que tal ofensa duele muy
vivamente; y, cuando el dolor es muy vivo, pueden sucederse las
reacciones más destempladas. Pero tal pregunta, amén de denotar una
insensibilidad vomitiva, delata un desconocimiento profundo de la
naturaleza humana que, aunque pusilánime, es también propensa a la
bravuconería. Y esta mezcla de pusilanimidad y bravuconería puede
favorecer actitudes tan chulescas como la de esa revistucha francesa,
que se ha atrevido bravuconamente a realizar la incitación de los
loritos, sabiendo (con astucia muy propia de los pusilánimes) que su
insensatez sería protegida por las autoridades de su país. Que, sin
embargo, no podrán proteger a quienes los ofendidos decidan
aleatoriamente castigar, en represalia por la ofensa inferida. Así los
chulos de la revistucha podrán irse de rositas, amparados por las leyes
que protegen una sedicente «libertad de expresión» que no es sino
energumenismo, mientras quedan desamparados el resto de los mortales,
empezando por las comunidades cristianas de los países islámicos.
Resulta, en verdad, grotesco que, por satisfacer
el capricho de unos friquis con acceso a una imprenta, se exponga a la
muerte a millones de personas que profesan la fe cristiana en las
condiciones más difíciles. ¿De veras el Gobierno francés no pudo impedir
la publicación de tales caricaturas? ¿De veras prefiere exponer a sus
súbditos a represalias aleatorias y tener que cerrar sus embajadas, con
tal de que los friquis de esa revistucha puedan vomitar sus gracietas
energúmenas? Aquí se percibe de modo angustioso la desquiciante
conversión de la democracia en una idolatría atroz, que con tal de
exhibir su petulancia está dispuesta a que perezca el mundo. Y ni
siquiera puede aplicarse aquí el adagio latino (Fiat iustitia et pereat mundus),
porque la publicación de tales caricaturas es un acto flagrantemente
injusto, una desmesura idolátrica propia de los peores fanáticos, que
son los que pretenden hacer de sus aspavientos terminales, disfrazados
de «libertad de expresión», una religión de culto universal.
Autor: Juan Manuel de Prada
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