Conocida imagen de la Leyenda Negra |
Joaquín Bartrina, catalán de Reus, resumió el mal que nos aflige secularmente a
los españoles en unos versos célebres: «Oyendo hablar a un hombre fácil
es/ acertar dónde vio la luz del sol:/ si habla bien de Inglaterra,
será inglés;/ si os habla mal de Prusia, es un francés;/ y si habla mal
de España... es español». Hablar mal de la propia patria y denigrar la
propia historia es, en efecto, achaque de españoles, que uno no
encuentra en ningún otro pueblo europeo, donde las tergiversaciones
históricas siempre se hacen pro domo sua;
en España, por el contrario, nos distinguimos por aceptar las
tergiversaciones sobre nuestra historia que nuestros enemigos
elaboraron, por envidia u odio anticatólico, durante siglos. Y así hemos
llegado a aceptar que la historia de España constituye una sucesión de
calamidades, regada de tópicos y estereotipos de acuñación extranjera
que, sin embargo, hemos asimilado gustosamente, en uno de los más
enigmáticos procesos de patología colectiva que jamás vieran los siglos.
La Leyenda Negra, en una época en la que España
era la primera potencia mundial, difundió las patrañas más viles sobre
nuestras empresas políticas o religiosas, a la vez que ocultó o
trivializó cuanto nos era favorable en las diversas manifestaciones de
la cultura y el arte. Pero la difamación del poderoso es achaque
corriente entre quienes padecen su poder: en la Antigüedad también se
difamó a Roma; y en nuestro tiempo, la difamación de los Estados Unidos
es moneda de curso corriente. Lo que resulta más chocante es que hayan
sido los propios españoles, tanto entre los estratos populares como
entre las élites intelectuales, quienes han aceptado indiscriminadamente
este «árbol del odio» antiespañol, encaramándonos a sus ramas. Resulta,
por ejemplo, sumamente instructivo (y desolador) leer los discursos de
afamados políticos de los siglos XIX y comienzos del XX, con frecuencia
aquejados de un complejo de inferioridad que los lleva a elogiar
desmesuradamente lo extranjero y a denigrar lo propio, hasta adoptar
posiciones beligerantes contra su propio país, actitud que explica
algunas de las tragedias de nuestro pasado reciente.
¿Cómo nos ha de extrañar, si es el propio español
quien habla mal de España (y no nos referimos, por supuesto, al amoroso
«dolor de España» que ya encontramos en nuestros clásicos, sino a la
aceptación masoquista de la leyenda antiespañola), que haya españoles
que quieran dejar de serlo? En España, el nacimiento de la «nación
política» se hizo a costa de negar la «nación histórica», y de renegar
de ella, tratando de oscurecer sus logros pretéritos, y presentando
nuestro pasado como un compendio de iniquidades, intolerancias y
oscurantismos. Toda la historia de nuestro siglo XIX está recorrida por
esta corriente, que se agudiza en los períodos liberales: pretender
fundar una nación sobre bases puramente contractualistas, desarraigada
de su realidad biológica profunda y en combate con la religión; y esta
pretensión halla su paroxismo en la Segunda República. Los
nacionalismos, que no son sino epifenómenos o consecuencias inevitables
del concepto de nación política instaurado por el liberalismo
(«colectividad humana asentada sobre un territorio definido y una
autoridad soberana que emana de sus miembros, constituyendo por tanto un
Estado»), iban e encontrar un botín suculento en la denigración de
España, en lo que no hicieron sino aprovechar el caldo de cultivo
generado por la leyenda antiespañola que nuestras élites intelectuales
habían interiorizado y extendido entre las clases populares; tendencia
que en las últimas décadas no ha hecho sino agudizarse. De aquellos
polvos vienen estos lodos.
Autor: Juan Manuel de Prada
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