Los medios de
comunicación habían sido tradicionalmente un instrumento para la
divulgación del magisterio de los papas; también, por cierto, para su
combate acérrimo. En los últimos años, sin embargo, se van convirtiendo
en un instrumento de banalización de la actividad pontificia. Ciñéndonos
al papado de Benedicto XVI, baste recordar episodios tales como la
escandalera provocada por el célebre discurso de Ratisbona, que la
prensa amputó, para descontextualizar unas reflexiones en torno a la
racionalidad de Dios y convertirlas en una diatriba contra los
musulmanes; o, más recientemente, la delirante polémica generada en
torno a la presencia del buey y la mula en el Nacimiento, o a la
procedencia geográfica de los Reyes Magos, producto de una
tergiversación chusca de ciertos pasajes de La infancia de Jesús,
el libro con el que Joseph Ratzinger clausura su trilogía sobre la vida
de Cristo. Diríase que los detractores de la Iglesia hubiesen
descubierto que, mucho más eficaz que el uso de los medios de
comunicación como instrumentos de combate, resulta su empleo como
propaladores de paparruchas varias que trivializan la figura del Papa;
en lo que no se equivocan, pues, en efecto, presentar a un Papa
«metepatas» resulta mucho más demoledor (y regocijante) que mostrarlo
como un temible rival intelectual.
Se trata de un problema que deberían considerar
quienes asesoran al Papa, para evitar verlo envuelto constantemente en
episodios que, lejos de humanizar su figura, pueden tornarla risible;
pero el problema se torna peliagudo cuando son los propios asesores del
Papa quienes participan gozosamente de esta tendencia trivializadora.
Algo de esto ha ocurrido, me temo, con el reciente «estreno» del Papa en
Twitter, que desde los propios ámbitos eclesiásticos se ha presentado
como signo de «modernidad», e incluso como un ejemplo de los nuevos
métodos de evangelización y propagación de la fe que ofrecen los avances
tecnológicos. Naturalmente, se trata de un «estreno» retórico, pues
-como a nadie se le escapa- los «tuits» que vayan apareciendo en la
cuenta del Papa los escribirá algún negro pontificio. Por lo demás, en
que el Papa estrene cuenta en Twitter no hallamos en sí nada malo, como
no lo hallamos -pongamos por caso- en que ordene poner placas solares
sobre el tejado de los palacios apostólicos.
Más chocante resulta el intento de inscribir este
«estreno» del Papa en las redes sociales en el contexto de una «nueva
evangelización». Si para evangelizar se precisan los avances de la
técnica, Cristo habría esperado a nacer a que se hubiese inventado
Twitter, o siquiera el telégrafo o el altavoz; y, puesto a nacer en una
época en que no había Twitter ni telégrafo ni altavoz, al menos se
habría preocupado de hacerlo en el Palatino, donde habría podido
servirse tan ricamente de los edictos y demás instrumentos de que
disponían los Césares para propagar su santa voluntad hasta los confines
del orbe conocido. Pero fue a nacer en un pueblajo de Judea que ni
siquiera figuraba en los mapas; y evangelizó (con sangre, sudor y
lágrimas) a través de su presencia viva y actuante, como luego hicieron
sus discípulos. Hay una máxima biológica que afirma que, a medida que
disminuye lo vivo, aumenta lo automático; y a la fe, como cosa viva que
es, nada la mata más que lo automático. La nueva evangelización que
venga, si ha de venir, será al margen de Twitter, y hasta a despecho de
Twitter si hace falta, siguiendo el procedimiento antiguo
-eterno-fundado en el aquel pueblajo de Judea. Además, para llevar y
traer noticias instantáneamente, antes -mucho antes- que Twitter, ya
teníamos a los ángeles, coño.
Autor: Juan Manuel de Prada
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