Hace casi un siglo, en su encíclica Quadragesimo Anno
(para mi gusto, la más clarividente y profética de cuantas han escrito
los Papas sobre la llamada «cuestión social»), Pío XI avizoraba un mundo
en el que los Estados, que deberían ocupar el «elevado puesto de rector
y supremo árbitro de las cosas», se habrían rebajado a la condición de
lacayos del imperialismo internacional del dinero, entregados al
capricho y la codicia de especuladores desenfrenados. Ese mundo ya es el
nuestro, como los hechos demuestran cada día; y contra hechos no valen
argumentos. Así se explica que nuestros gobernantes incumplan promesas
que saben que les pasarán factura, como es la del mantenimiento del
poder adquisitivo de las pensiones. Pero alguien dijo con risueño
cinismo que las promesas electorales estaban para incumplirlas; y quien
todavía se resista ingenuamente a aceptarlo, no le queda sino sufrir en
sus propias carnes aquella amarga sentencia de Gracián: «El hombre nace
engañado y muere desengañado». Mucho más grave que el incumplimiento de
una promesa electoral se nos antoja, sin embargo, la negación del
sentido común, que nos enseña que toda medida económica que contribuye a
la erosión de las clases medias se vuelve contra el propio orden
económico que se pretende sanar.
La reducción del déficit impuesta por el
imperialismo internacional del dinero al Estado español se pretende
conseguir aumentando las exacciones fiscales, reduciendo los sueldos y
ahora congelando las pensiones; esto es, mediante el desmantelamiento
paulatino de las clases medias, a quienes se empuja poco a poco hacia
una economía de subsistencia, impidiéndoles el papel dinamizador que les
corresponde en un orden económico sano. A la postre, este
empobrecimiento progresivo de las clases medias no traerá sino más
déficit: pues cuanto menor sea el poder adquisitivo de las clases
medias, más empresas habrán de cerrarse, con el consiguiente aumento del
desempleo. Si, además, consideramos que la detracción de recursos de la
economía real se perpetra para tratar quiméricamente de tapar el
agujero negro de magnitudes pavorosas creado por la economía financiera,
el panorama adquiere contornos suicidas.
Y si el empeño es suicida, porque obedece a un
fin injusto (y quimérico), los medios empleados para lograrlo no hacen
sino agigantar tal injusticia. Medidas como la reducción de salarios o
la congelación de pensiones tienen que ser una «última ratio» del
gobernante; y así han de percibirlo los gobernados. Pero los gobernados
perciben que, mientras se adoptan tales medidas, nuestros gerifaltes
regionales convocan elecciones cuando les peta, sin agotar su mandato,
por puras razones de cálculo electorero, con el consiguiente aumento de
gasto público; o perciben que las cajas de ahorro han sido esquilmadas
por la rapacidad de políticos sin escrúpulos, que a su vez nombraron
consejos de administración que eran olimpiadas del enchufismo (y todos
se van ahora de rositas, mientras el contribuyente tiene que paliar con
libras de su propia carne las consecuencias de la rapiña); o perciben
que, mientras se predica austeridad, se mantienen tropecientas
televisiones «públicas» que no son sino órganos de propaganda al
servicio de los gerifaltes de turno (cuyas plantillas van a ser ahora
«adelgazadas»
para poder seguir actuando como órganos de propaganda,
mientras se condena al desempleo a quienes ninguna culpa tienen en su
utilización torticera), etcétera. Se puede engañar a todos alguna vez, y
a algunos siempre; pero, entre tanto, crece el número de los
desengañados.
Autor: Juan Manuel de Prada
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