Soberanía significa ausencia de cualquier poder --al menos terrenal--
por encima de quien la ejerce, y muy a menudo vemos relacionarse la
democracia con la idea del “pueblo soberano”. Pero por dos razones
evidentes ello es imposible: porque el poder no lo
ejerce el pueblo sino que, necesariamente, se ejerce sobre el pueblo. Y
porque la consideración del pueblo como un todo homogéneo en intereses y
voluntad es de entrada falso, pese a constituir la base de gran parte
del pensamiento político europeo ya desde Grecia, donde la pugna entre
los supuestos aristócratas y el “pueblo” originó a la idea del poder de
este, la democracia, que obviamente nunca fue una realidad.
El pueblo, por tanto, no tiene un interés común, salvo si lo expresamos
en términos tan generales como el deseo de estabilidad, justicia,
libertad y prosperidad, con las que nadie estaría en desacuerdo. Los
desacuerdos surgen precisamente al pasar de la mera abstracción de los
buenos deseos a su explicación y concreción práctica: es entonces cuando
chocan entre sí ideas, intereses y voluntades.
La pretendida soberanía del pueblo se manifestaría en las elecciones,
en su capacidad de nombrar a sus representantes para gobernar (sobre el
mismo pueblo, obviamente). Es claro que si fuera así no serían
necesarias elecciones, y que si estas se hacen es porque dentro del
pueblo y de las oligarquías de profesionales del poder existen
tendencias muy diversas. Quien decide no es “el pueblo”, sino una parte
de él, la que deposita más votos por una determinada oligarquía o
partido. El resto del pueblo pierde y su voluntad se frustra, no es
soberana siquiera en este muy limitado terreno. Incluso puede ocurrir
que la parte decisora con sus votos sea minoritaria, si sus
contendientes están divididos o la abstención llega a ser muy grande.
Así, en países tan democráticos como Suiza o Usa, la abstención normal
se acerca o sobrepasa el 50%, con lo que los ganadores lo son solo por
poco más de un cuarto del “pueblo” o incluso menos. Por poner otro caso,
las muy anómalas elecciones del Frente Popular en España registraron
una abstención de en torno a un 25%, y derechas e izquierdas quedaron
prácticamente empatadas, si nos guiamos por los cálculos muy posteriores
de J. Tusell. Ello quiere decir que el Frente Popular se impuso con una
“mayoría” de en torno al 36 % (pese a lo cual se adjudicó el 60% de los
diputados, que amplió luego por métodos descaradamente ilegales).
Otra prueba de que la soberanía del pueblo es un contrasentido la
encontramos en su capacidad para destruir las libertades políticas, como
pasó, por poner un caso bien conocido, con Hitler en Alemania. O, en
menor medida con la involución impulsada por Zapatero recientemente en
España. La beatería democrática supone que, al ser el pueblo soberano,
puede elegir lo que le dé la gana y que, al no haber otro criterio
último sobre la corrección o incorrección política, su elección será
siempre la acertada.
Estos problemas han sido utilizados a menudo en contra de la
democracia, pero no la invalidan (siempre que olvidemos
el significado etimológico de la palabra).
Autor: Pío Moa
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