Uno de cada cuatro españoles abomina del Estado de las autonomías, según
una de esas encuestas con que periódicamente nos apedrea el CIS; y siete
de cada diez piensan que ha funcionado regular, mal o muy mal. Jaime G.
Mora, comentando el pasado domingo estos datos estadísticos, observaba muy
perspicazmente que el descrédito del régimen autonómico discurre
paralelo al deterioro de nuestra economía: mientras duraron las vacas
gordas, las autonomías molaban a (casi) todo hijo de vecino; ahora que
las vacas flaquean, parecen haberse convertido en la bicha que conviene
asfixiar. Es triste que los españoles guiemos nuestro aprecio o
desprecio de las instituciones políticas por razones tan mostrencas,
olvidando que la finalidad última de toda institución política es la
consecución del bien común.
Y el caso es que el régimen autonómico del Estado
es una de las mayores lacras que sufrimos los españoles; mas no porque
incremente el gasto público. Hay que reconocer que el modelo de
organización territorial diseñado en la Constitución de 1978 es un apaño
chapucero, empezando por esa confusa distinción entre «nacionalidades y
regiones» que establecía dos vías de acceso a la autonomía, pasando por
el batiburrillo en el reparto de competencias y terminando por el
dislocamiento que el régimen autonómico ha introducido en el sistema
electoral. De todos estos errores de origen eran conscientes los
llamados «padres de la Constitución», como luego han revelado en
multitud de declaraciones, orales y escritas; y para justificar tales
errores siempre se ampararon en una coartada que se ha revelado inane,
cual era la de aquietar la voracidad nacionalista. Pero, dando por
válida esa coartada, tratar de contentar a quienes nunca están contentos
es un error craso, sobre todo si ese intento se hace a costa del bien
común. Algunos ni siquiera aceptamos que tal coartada fuera la razón
verdadera de tan craso error; por el contrario, pensamos que en el
Estado autonómico los partidos políticos -tanto los nacionalistas como
los «nacionales»- vislumbraron una suculenta oportunidad para engordar
sus burocracias y parasitar los recursos públicos.
Pero, fuera cual fuese la razón última de aquel
error, la triste realidad es que las autonomías, además de ser fuente de
despilfarros, causa de embrollos administrativos y pitanza para el
parasitismo de los partidos políticos, se han revelado como una
formidable máquina de demogresca. Decía Aristóteles que el objeto de un
gobierno sano es la consecución del bien común; y que el objeto de un
gobierno corrompido es la consecución de intereses particulares. El
sistema autonómico está diseñado para satisfacer una constante demanda
de intereses particulares, logrados a costa del bien común; y la
satisfacción de dichos intereses, además de generar procesos
totalitarios en el ámbito de cada región -inmersiones lingüísticas,
mitificaciones históricas, etcétera-, ha creado desde el primer momento
una cadena de agravios entre regiones, poniendo en peligro la concordia
de los españoles, que desposeídos de la noción de bien común, dejan de
ser una «mancomunidad de almas», para convertirse en multitud de gentes
enzarzadas entre sí en una consecución de sucesivos intereses
particulares que, aun colmados, nunca sacian del todo (como ocurre
siempre con los caprichos que se conceden a un niño emberrinchado). Y
mientras crecía la demogresca alimentada por el Estado autonómico,
crecían también las burocracias de los partidos políticos, que hallaron
en la división creciente de los españoles su caldo nutritivo. Esto es lo
que en verdad hace detestable el Estado de las autonomías.
Autor: Juan Manuel de Prada
No hay comentarios:
Publicar un comentario