Todas las prospecciones demoscópicas revelan que los dos grandes partidos
hacen aguas por doquier. Al partido gobernante lo erosionan los
escándalos de corrupción, y más aún el incumplimiento de sus promesas
electorales para afrontar la crisis económica (empezando por una bajada
de los impuestos), que sucumben nonatas ante los mandatos de organismos
supranacionales, empeñados en exigir exactamente lo contrario. Tal vez
esta decepción de sus votantes podría haberse mitigado si el partido
gobernante, fuera del ámbito económico donde se le ha asignado una
misión lacayuna de los intereses supranacionales, hubiese probado a
hacer una política distintiva, pero ha preferido (por miedo, complejo o
incapacidad) centrarse en la resolución acaso imposible de la crisis; y,
allá donde ha intentado tímidamente cambiar las cosas (en el ámbito
educativo, por ejemplo), se ha tropezado con una oposición intimidatoria
que incluye huelgas, agitación callejera y lo que te rondaré morena.
Que tal oposición a cara de perro se habría de producir era cosa
cantada, para cualquiera que conozca los mecanismos del agitprop
izquierdista; pero al partido gobernante le han faltado la audacia y la
energía necesarias para llevar a cabo sus reformas. Y las pocas que ha
hecho (en el ámbito laboral, por ejemplo), amén de revelarse
infructuosas, denotan una falta de sensibilidad social suicida, muy
propia de la derecha pagana.
Pero hete aquí que, mientras el partido
gobernante pierde votos a chorros, el partido socialista en la oposición
padece idénticos males. Seguramente sus querellas intestinas
contribuyen a ello; pero sobre todo lo castiga su condición de partido
amortizado, invencible mientras su rostro visible sea el careto de
Rubalcaba (aunque, al paso que va la burra, podría darse el prodigio en
verdad pasmoso de que la incompetencia del partido gobernante lograra
rehabilitar a Rubalcaba, tarea más ímproba que la resurrección de
Lázaro). En cualquier caso, el votante de izquierdas guarda una memoria
demasiado fresca de las inepcias de Zapatero, que fuera de las
delicuescencias propias del personaje no hizo en materia económica sino
lo que ahora está haciendo Rajoy: obedecer los mandatos de los
organismos supranacionales (si bien debemos conceder que, al menos,
Zapatero ponía cara de virgen ofendida), empezando por la
«flexibilización del mercado laboral» y siguiendo por el rescate de la
banca. En la percepción de un sector cada vez más amplio de los votantes
de izquierda, el Partido Socialista no es más que un negociado del
sistema (como, por lo demás, ocurre en la percepción de un sector cada
vez más amplio de los votantes de derecha con el partido gobernante),
encargado de apacentar y conducir al redil a su electorado (y el redil
lo ha diseñado la plutocracia internacional). De ahí que el Partido
Socialista exagere sus aspavientos de comecuras; y hasta que tenga el
cuajo de rasgarse las vestiduras ante realidades tan dolorosas como los
desahucios, que amparó mientras gobernó.
Pero, mientras la erosión del partido gobernante
empuja a sus votantes a una suerte de limbo electoral, por falta de
alternativas en la derecha, la erosión del partido socialista está
alimentando la formación de un nuevo Frente Popular. Por un lado,
engorda las adhesiones a Izquierda Unida; por otro, provoca un
deslizamiento del Partido Socialista hacia posiciones más extremosas,
que hoy sólo son aspavientos de farsante desposeído de su provisión de
votos, pero que mañana serán el único modo de apaciguar al monstruo. La
unión de las izquierdas se dibuja en el horizonte más próximo como un
hecho inevitable; y es un horizonte con visos de tragedia.
Autor: Juan Manuel de Prada
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