“Estoy convencido de que la cuestión de la justicia es el argumento
esencial o, en todo caso, el argumento más fuerte en favor de la fe en
la vida eterna. La necesidad meramente individual de una satisfacción
plena que se nos niega en esta vida, de la inmortalidad del amor que
esperamos, es ciertamente un motivo importante para creer que el hombre
esté hecho para la eternidad; pero sólo en relación con el
reconocimiento de que la injusticia de la historia no puede ser la
última palabra en absoluto, llega a ser plenamente convincente la
necesidad del retorno de Cristo y de la vida nueva” ( Benedicto XVI, Spe
salvi, 43).
Un argumento tradicional contra la creencia en Dios, por consiguiente
de la vida eterna según la doctrina cristiana, es la existencia del mal,
uno de cuyos rasgos principales se manifiesta en la injusticia: ¿cómo
podría haberlo permitido un Dios omnipotente, omnisciente y bondadoso?
Si lo permite no es bondadoso, y si ocurre sin su consentimiento, no es
omnipotente o no es omnisciente. Pero la convicción de que el mundo o la
historia son injustos --parcial o esencialmente--, puede interpretarse
en sentido contrario, tal como hace Benedicto XVI: la injusticia
demanda compensación plena que, al ser imposible en este mundo, remite
necesariamente a otro.
No obstante pueden hacerse algunas objeciones a la tesis de
Benedicto XVI desde una posición escéptica o dudosa. Ciertamente existe
en el ser humano un profundo anhelo de justicia y de amor, y ese anhelo
no puede ser arbitrario. De hecho es uno de los sentimientos que han
movido la historia. A pesar de ello podría tratarse de un anhelo
ilusorio, como tantos otros, en el sentido de que de ninguna forma
podría obtenerse por completo, aquí o en alguna otra vida.
En general, cabe definir la injusticia como un mal no merecido,
infligido a la inocencia, pues los males que damos por merecidos o
inevitables los aceptamos sin excesiva desazón moral, y en cambio nos
subleva el mal que creemos inmerecido. La injusticia sería una forma del
mal, incluso la más precisa.
La justicia suele entenderse como “dar a cada uno lo suyo”. Esto parece
claro, pero resulta harto complicado. Supone que alguien tiene
capacidad de dar y la posibilidad de discernir objetivamente qué merece
cada cual. Se trata de un problema político-moral: el del poder. Las
sociedades humanas son por naturaleza conflictivas, pues en ellas fluyen
y chocan muchas ideas, sentimientos, caracteres, tendencias e intereses
diversos u opuestos, debido a la profunda individuación de la especie.
Para controlar el conflicto y evitar la desintegración social surge de
modo espontáneo el poder, la autoridad conferida a alguien para “dar”
con justicia. Es difícil imaginar una sociedad humana sin un poder capaz
de imponerse sobre las apetencias opuestas de particulares y grupos, y
de armonizarlas en alguna medida. Una sociedad solo podría funcionar sin
un poder si se perdiera la individuación y se gobernara por instinto,
al modo de las hormigas o las abejas. Algo imposible desde que el hombre
mordió la fruta del árbol del bien y del mal, pero a lo que aspiran
todos los utopismos. La necesidad del poder no significa que este no
pueda ser juzgado como injusto y tiránico, aunque su objetivo sea la
justicia.
El merecimiento de cada uno es también cuestión muy ardua. La idea de
justicia tiene relación con nuestros deseos, y estos son a menudo
inconcretos, nebulosos o contradictorios, o entran en colisión con los
de otras personas o grupos. Al mismo tiempo, los deseos suelen ser
impetuosos, y casi todo el mundo cree, con razón o sin ella, merecer más
de lo que recibe; y tiende por tanto a creerse víctima de injusticia.
El desfase, real o imaginario, entre lo merecido y lo recibido, genera
descontento. Por todo ello, la justicia humana casi nunca alcanza un
grado muy alto, y si lo alcanza es solo temporalmente, según prueba una
larga experiencia. La historia de los pueblos muestra una sucesión de
conflictos, revueltas y homicidios motivados por la injusticia o
injustos ellos mismos. Otros problemas relacionados con la justicia
atañen a la libertad y la responsabilidad.
Al hablar de justicia nos referimos comunmente a la que practican los
hombres entre sí, y tendemos a apartarla, al menos hasta cierto punto,
de la voluntad divina. Pero existen también los males de la naturaleza
(desastres, enfermedades, accidentes… además de la muerte), los cuales,
por afectar indiscriminadamente a inocentes y culpables, podríamos
considerar una injusticia, en este caso achacable de modo directo a
Dios. Y también los males infligidos por los seres humanos entre sí
pueden considerarse, más indirectamente, causados por Dios, que creó al
hombre de este modo, proclive al mal y a la injusticia. De ahí cabría
dudar, nuevamente, de la justicia, la bondad o la misma realidad de
Dios. Parece haber, pues, serios problemas para la creencia religiosa.
Cambiando un poco el enfoque, ¿se caracterizan por la injusticia el
mundo, la vida, la historia? La sociedad humana, según el
protestantismo, tendría que ser radicalmente injusta, al ser obra de
seres radicalmente caídos por el pecado original y cuyas obras carecen
de valor. Solo una gracia arbitraria de Dios, cuya decisión y alcance no
puede discernir con claridad nuestra mente, enmendaría parcialmente tan
triste condición. El catolicismo, más esperanzador, valora las obras
humanas, y por tanto considera la injusticia como un hecho parcial, no
radical.
Pero cabe imaginar un punto de vista más amplio: la justicia como
fundamento de la existencia. En las sociedades complejas, la justicia va
ligada a la ley, que funda la existencia misma de la sociedad. La idea
resulta en parte aplicable a la naturaleza en general, a la que hemos
extendido, por analogía, el concepto de “ley”: llamamos “leyes” a
aquellas regularidades conforme a las cuales se comporta el mundo
físico, y sin las cuales este se convertiría en un caos inimaginable, no
podría simplemente existir, al menos según nuestras capacidades
psíquicas y racionales. Aunque no llamamos “justicia” a la gravedad, la
llamamos ley, que, al cumplirse con plena regularidad al contrario que
las leyes humanas, no va acompañada de “injusticia”. Debemos concluir de
esta concepción que una sociedad radicalmente injusta no podría
existir, o al menos mantenerse. La existencia de las sociedades humanas
responde a una justicia, de la que las leyes distintas y aun
contradictorias, así como las injusticias, solo serían manifestaciones
parciales, subsumibles en una justicia más general.
De este modo, lo que se presenta como injusticia a nuestro sentimiento y
capacidad de raciocinio, podría no serlo en un sentido más amplio. Creo
que esa viene a ser la lección que Dios da a Job: “tu sentido de la
justicia, tu capacidad racional, solo alcanzan para juicios limitados”.
Aunque, como dice la experiencia, no rígidamente limitados, sino
expansivos o perfectivos. O, en otras palabras: la justicia inmanente
que sostiene el mundo solo es accesible parcialmente a nuestra razón.
Conclusión penosa pero difícil de eludir para el ser humano, desbordado
por el mundo y por el misterio de su propia existencia.
La capacidad de decidir sobre lo justo y lo injusto depende en gran
parte de la potencia de nuestra razón. En este sentido los últimos tres
siglos de la historia europea, desde la Ilustración, vienen marcados por
una exaltación racionalista: a la razón se atribuye, al menos en una
perspectiva histórica de progreso, capacidad prácticamente divina para
satisfacer de modo pleno las exigencias morales y materiales del ser
humano. Sin embargo esa experiencia histórica ha probado que la razón
así concebida, desconocedora de sus límites, se dispersa en ideologías
diversas y opuestas, muy lejos de ofrecer la esperada solución clara y
unívoca a los grandes problemas. Las ideologías en competencia suelen
tacharse entre sí de irracionales o irracionalistas, pero tanto el
marxismo como el fascismo, el nacionalsocialismo, el anarquismo, algunas
corrientes liberales, etc., tienen su nido en el racionalismo de la
Ilustración, y su propia racionalidad desarrollada.
Así, la historia mostraría que la razón, al exaltarse y absolutizarse,
se pierde en laberintos. No parece disparatado pensar que hechos como
las guerras mundiales resultarían del abuso de la razón y demostrarían
la ineptitud, al menos relativa, de esta para explicar el mundo y
satisfacer los anhelos humanos más profundos. Sentimos que tales guerras
y otros muchos sucesos son injustos en sí mismos, porque han causado
enormes sufrimientos a inocentes; pero acaso entrañan una justicia, un
merecimiento social: resultan de una opción racionalista tomada por
seres humanos, y suena extraño culpar de ello a Dios. Los males no dejan
de existir porque neguemos a Dios y pongamos en su lugar al Hombre con
su Razón supuesta omnipotente. En cierto modo, al descargar toda la
responsabilidad sobre el hombre mismo, el ateísmo funda una desesperanza
radical: la existencia del mal, debida exclusivamente al hombre, y sin
aceptación de misterio o referencia superior, contamina toda la vida
humana volviendo incierto el sentido del bien, imaginado en un
“progreso” nebuloso que deja el presente en la miseria. El ateísmo
también tiene, pues, sus problemas: o lleva a la conclusión de la
miseria e injusticia radicales del ser humano, o necesita imaginar un
hombre ideal, pero ajeno a la realidad presente, en nombre del cual
sería lícito aplastar o manipular a los hombres de carne y hueso, tan
reacios a ese ideal e inclinados a la maldad.
Por otra parte, considerar la sociedad radicalmente injusta tiene
consecuencias demoledoras, pues vuelve inútil la moral, máxime si se
cree que no hay Dios. La vida perdería cualquier sentido o significado
posible.
En fin, negando radicalmente la justicia del mundo, o bien atribuimos
la injusticia a Dios, situándonos ilusoriamente por encima de él y
juzgándolo, o bien negamos que pueda haber un Dios. Lo primero resulta
grotesco tanto desde un punto de vista religioso como racional, y lo
segundo acarrea la necesidad de sustituir a Dios por la razón, lo que no
ha dado buenos resultados en la historia, o bien suponer la vida
carente de cualquier sentido, una pretensión insoportable para la psique
si se sostiene como algo más que una pose.
Así, la opción atea parece fundamentalmente destructiva, mientras que
la opción por la fe produce una especie de descanso de la psique, y lo
mismo, aunque de otra manera, la opción por el agnosticismo. Pero la
inquietud fundamental del hombre por el sentido del mundo y de la vida
sigue viva en todos los casos.
Parece imponerse la conclusión de que, si bien la fe encuentra serias
objeciones en la razón, los intentos absolutistas de sustituir la fe por
la razón chocan con dificultades aún mayores.
Autor: Pío Moa
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