El asesinato de cuatro mujeres en una semana, a manos de
sus maridos, exmaridos o novios, ha servido para que nuestros políticos
se crucen acusaciones y anuncien nuevas medidas legales contra los
maltratadores, incluida una orwelliana «libertad vigilada» para quienes
ya hayan cumplido su condena. Tendremos ocasión de comprobar cómo la
eficacia de tales medidas será escasa, como en general lo ha sido la
llamada «ley integral contra la violencia de género», a pesar de otorgar
un tratamiento específico a este tipo de delitos, instrumentar
tribunales para su enjuiciamiento y forzar el principio de igualdad por
razón de sexo. Ocurre siempre así cuando se pone trono a las causas y
cadalso a las consecuencias.
La violencia doméstica tiene su causa en la pasión de
dominio inscrita en la naturaleza humana, que en el varón alcanza
expresiones todavía más lastimosas cuando la acompaña la fuerza bruta.
Acabar del todo con esta pasión de dominio es tarea imposible; pero no
contenerla, corregirla y atemperarla, fomentando vínculos fuertes que
generen relaciones de respeto y comprensión mutua entre hombres y
mujeres. Esto sólo lo puede lograr, aunque sea de un modo no plenamente
satisfactorio, la institución familiar, que genera compromisos fuertes
que nos impiden ver al otro como un mero objeto de posesión y
satisfacción de intereses egoístas. Cuanto más débil es la institución
familiar, más fuerte se hace la pasión de dominio.
Nuestra sociedad, tan hipercivilizada, es también una
sociedad desvinculada. Rehuimos los compromisos fuertes porque exigen
esfuerzo y paciencia; pero en ese esfuerzo y paciencia que exige
mantenerlos está el mejor antídoto contra la violencia. Y cuando esos
compromisos fuertes son sustituidos por relaciones quebradizas y
efímeras, cuando ya no subsiste un interés común nacido del vínculo, el
otro se convierte automáticamente en un obstáculo para la consecución de
nuestras apetencias, cuando no en un declarado enemigo. Ocurre hoy que,
a la vez que se pretende perseguir la violencia doméstica, las formas
de comunión humana que creaban vínculos de comprensión mutua, de afecto
sincero y solidario, son hostigadas, en volandas de ideologías
destructivas que ha convertido las relaciones de pareja en un vivero de
odios. Luego, cuando los odios ya se han adueñado del maltrecho ámbito
familiar, se presenta el enfrentamiento entre los sexos, con sus amargas
secuelas de violencia y crimen, como consecuencia de la subsistencia de
la familia natural, cuando en realidad es el producto inevitable de su
destrucción.
En realidad, tales ideologías no han hecho sino
introducir en las relaciones familiares el mismo esquema de lucha que
otras ideologías anteriores introdujeron en el ámbito social o laboral,
con los resultados ya conocidos. Así, unas relaciones fundadas en la
complementariedad y los afectos mutuos, con todos los defectos e
imperfecciones que se quiera, han sido sustituidas por relaciones
regidas por la absolutización de la «realización personal». La violencia
doméstica se erige así en una consecuencia inevitable de la
desnaturalización de la institución familiar, como lo son tantas otras
realidades complementarias en las que nuestra época se niega a descubrir
una etiología común, desde el aborto al abandono de nuestros ancianos.
Lo más chocante de todo es que quienes han favorecido
esta lacra, poniendo tronos a sus causas, quieran posar como sus más
denodados combatidores, levantando cadalsos a sus consecuencias.
Autor: Juan Manuel de Prada
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