Si quedase en el mundo un sociólogo con sentido teológico
y sentido del humor (pero ya sabemos que estamos pidiendo peras al
olmo), podría escribir un ensayo en el que estudiara las últimas
invasiones del mamarrachismo yanqui como sucedáneos paródicos u
oligofrénicos de la escatología cristiana: así, por ejemplo, la
pululación de superhéroes que salvan in extremis a la
Humanidad de las asechanzas de archivillanos protervos suplantaría la
creencia en la segunda venida en gloria y majestad de Cristo y
consiguiente derrota del Anticristo; las visiones seudoapocalípticas de
catástrofes y hecatombes nucleares donde sólo se salvan unos pocos
elegidos suplantaría la creencia en el Juicio Final; las plagas de
zombis serían algo así como una versión chusca y sombría de la creencia
en la resurrección de la carne y conversión de nuestro cuerpo mortal en
cuerpo glorioso; y la fiesta de Giliween vendría a llenar el hueco
dejado por la creencia en la comunión de los santos.
De todas estas creencias caricaturizadas por el
mamarrachismo yanqui la gente ha dejado de tener noticia hace ya
bastante tiempo; y no me refiero tan sólo a los paganos, a los que se
les antojarán marcianadas, sino también a los propios cristianos, a los
que nadie se las enseña. Cuando se dejaron de explicar los paisajes de
la vida futura se pensó que de este modo se evitaría que los fieles se
entregasen a fantasías extravagantes; y lo que en realidad ocurrió fue
que los fieles se hicieron paganos y se entregaron a fantasías
infinitamente más extravagantes. Y es natural que así ocurriese, porque
en el ser humano hay una esperanza escatológica irrefrenable; y cuando
esa esperanza no encuentra una levadura sana que la alimente acaba
buscando los más pintorescos fermentos morbosos que exciten su
imaginación. A la gente le quitaron los apoyos en los que se sostenía su
creencia en la vida de ultratumba; e, inevitablemente, esa falta de
apoyos acabó degenerando en ilusión supersticiosa a la que el
mamarrachismo yanqui enseguida vino a alimentar con su alfalfa
idiotizante.
Hay quienes ven en el Giliween una fiesta con tintes
satánicos, porque en sus mascaradas aparecen representados demonios y
gente endemoniada. Pero lo cierto es que en nuestra tradición siempre
hubo celebraciones jocosas donde indefectiblemente aparece el demonio (y
donde, indefectiblemente, resulta zaherido), desde las danzas de la
muerte medievales a las fiestas de zangarrones de mi tierra. Pero
aquellas mojigangas y carnavaladas fueron concebidas por gente que le
había perdido el miedo al demonio, gente con sentido teológico y sentido
del humor que sabía que el demonio es una figura pomposa y megalómana
que se toma a sí mismo demasiado en serio; y que, por ello mismo, el
mejor modo de combatirlo consiste en tomárselo a broma. En el Giliween
el proceso es exactamente el contrario: la gente primero pierde (o le
hacen perder) el sentido teológico, olvidándose de celebrar su comunión
con los muertos que disfrutan de la contemplación beatífica y con los
que se purifican para disfrutarla; y, a continuación, pierde el sentido
del humor y se toma al demonio demasiado en serio, imaginando a sus
muertos como zascandiles endemoniados, en trasiego constante entre el
más acá y el más allá. Delirio que no se le habría ocurrido al demonio
ni aun en sus arrebatos más pomposos y megalómanos; y que sólo es
concebible entre gentes gilis que, lejos de haberle perdido el miedo al
demonio, le tienen demasiado, tanto como para creerlo todopoderoso. Y
que disimulan ese miedo infinito al modo histérico, memo y hortera que
les enseña el mamarrachismo yanqui.
Autor: Juan Manuel de Prada
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