La etarra Inés del Río yéndose de rositas |
Escribía Castellani: «Los que tienen deber de luchar por
la justicia son los jueces y los gobernantes. Desgraciadamente, la época
moderna ha transformado a los jueces en máquinas y a los gobernantes en
economistas». Reclaman las víctimas del terrorismo justicia; pero,
¿quién podrá dársela? Sospecho que nadie; y esa injusticia no reparada
no hará sino abundar la iniquidad, lo que a la larga terminará
destruyendo nuestra convivencia. Una injusticia no reparada es un veneno
inyectado en la sangre del cuerpo social que acaba llegando a su
corazón, gangrenándolo o endureciéndolo sin remedio.
La cruda realidad es que la injusticia infligida a las
víctimas no puede ser reparada, por la sencilla razón de que nuestro
orden político y jurídico no la reconoce en su naturaleza más profunda;
la doctrina Parot, en el fondo, no fue sino el aspaviento vergonzante
con el que se trató de maquillar esa cruda realidad (e inevitablemente
fue un dislate jurídico, pues una injusticia no reparada sólo se puede
tapar con otra injusticia). Pero no quiero hablar aquí de la doctrina
Parot, sino de la razón por la que la injusticia infligida a las
víctimas no puede ser reparada en las presentes circunstancias. En la
antigua Roma existía un crimen contra la patria, llamado perduellio,
que era el más grave de todos, después del sacrilegio; bajo tal crimen,
que hoy denominaríamos «alta traición», se comprendían todas las
maquinaciones y deslealtades contra la patria, todo intento de dañar o
destruir la comunidad política. Y los romanos tenían razón en considerar
este delito el más grave de todos, pues si es punible infligirle un
daño al prójimo, ¿cómo no ha de serlo infligírselo a la comunidad? Este
crimen gravísimo del perduellio fue retirado de los
códigos y aun de la conciencia colectiva en la fase democrática de la
historia, que no sólo dejó de considerarlo punible, sino que lo reputó
plenamente legítimo, siempre que no se acompañase de métodos violentos.
Esta perversión filosófica y moral, según la cual todas las ideas pueden
ser defendidas incluso las que atentan contra la supervivencia de la
comunidad política, siempre que se defiendan «por vías democráticas»,
hace inviable cualquier convivencia; y es una aberración jurídica que
imposibilita la reparación de la injusticia. Mientras la idea que
impulsa al terrorismo etarra no sea considerada en sí misma criminal y
criminal en grado máximo, como hacían los romanos, el castigo que
reciban los asesinatos y violencias terroristas será siempre
insuficiente e injusto, porque será siempre un castigo atenuado por la
creencia de que la idea que motivó ese crimen es legítima. La cruda
realidad es que el terrorista, a los ojos del orden inicuo que no
castiga el perduellio, es como el señor que, por
proteger a una mujer que está siendo violada, mata a su violador: lo que
mueve a ambos al homicidio es un impulso que la ley protege; y por lo
tanto tal homicidio ha de ser castigado necesariamente de manera
benévola.
La injusticia infligida a las víctimas del terrorismo no
podrá ser reparada mientras no se reconozca que toda idea que trata de
disolver la comunidad política debe ser considerada gravemente criminal y
castigada con las penas más severas. Pero mientras tales ideas sean
asimiladas por el «consenso democrático» y quienes las profesan acogidos
en las instituciones y sufragados por el erario público no habrá
posibilidad alguna de justicia; y, entretanto, se avanzará en el proceso
de disolución de la comunidad política, que tal vez sea el propósito
secreto que hermana a asimilados y asimiladores. Pero, ¿qué puede
esperarse de una época que ha transformado a los jueces en máquinas y a
los gobernantes en economistas?
Autor: Juan Manuel de Prada
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