En la bolsa de la basura (o bolsas, ahora que repartimos
ecológicamente nuestros desechos) está la radiografía de nuestra vida,
un negativo de podredumbre que preferimos apartar de nosotros lo antes
posible, para evitar reflexiones aflictivas: para olvidar que somos
seres voraces que todo lo que compran, tocan, comen, beben o fuman lo
convierten en residuos; para olvidar que, con frecuencia, el único
registro o constancia de nuestro tránsito por la vida es ese
batiburrillo hediondo que, al concluir el día, bajamos subrepticiamente a
los contenedores. Y a la mañana siguiente, cuando volvemos a la calle,
descubrimos con alivio que tales contenedores están milagrosamente
vacíos, como si los ángeles que labraban las tierras de San Isidro se
dedicaran ahora a escamotear esas montañas de inmundicia que cada día
generamos, para que no nos remuerda la conciencia cívica (o cínica), que
es la única que nos resta, ahora que hemos logrado asfixiar la
conciencia de pecado; y, por lo tanto, hemos de evitar herirla con
pensamientos inquietantes, a la pobrecita.
Y así, con la conciencia cívica o cínica indemne,
seguimos fabricando basura un día tras otro, en la seguridad de que
alguien se encargará de hacerla desaparecer para siempre, como el
confesor hace desaparecer los pecados. De algún modo, los servicios
municipales de limpieza son algo así como confesores laicos que nos
borran de la memoria aquellos pasajes de nuestra vida que nos recuerdan
que somos un amasijo de sórdidas pulsiones consumistas y plebeyas
debilidades fisiológicas. Sólo que cuando arrojamos nuestros desechos a
un contenedor lo hacemos sin examen de conciencia, propósito de enmienda
ni ninguno de los requisitos de la confesión válida. De tal modo que
llegamos a convertir ese acto en algo rutinario y banal; y también
convertimos a quienes se encargan de retirar esos desechos en seres
borrosos y anónimos, porque si les pusiéramos nombre y rostro caeríamos
en la cuenta de que saben más sobre nosotros que nosotros mismos, porque
cada noche contemplan la radiografía de nuestros días, su reverso
oscuro, el rastro de baba viscosa y bituminosa que dejamos a nuestro
paso.
Ahora, de repente, esos seres borrosos y anónimos han
cobrado protagonismo en Madrid, después de una huelga que ha dejado sus
calles convertidas en un muladar. Y ha sido como si la gente se topase
en mitad de la acera con sus pecados más renegridos y recónditos
cacareados a los cuatro vientos, expuestos sin rebozo a la curiosidad
general. Y la gente, afrentada por la exhibición, ha suplicado y exigido
a la autoridad municipal que aparte de las aceras la inmundicia que los
delata; y ha injuriado a esos seres borrosos y anónimos que cada noche
nos hacían olvidar que somos sucios y pestíferos, a cambio de un salario
mísero que ahora sus patrones, en convivencia con la autoridad
municipal, pretenden que sea misérrimo. Pero, ¿cómo habría de ser el
salario de unos seres anónimos y borrosos a los que no queremos ni ver,
de los que no queremos siquiera saber que existen? Mucho mejor emplear
el presupuesto municipal en financiar delirantes candidaturas olímpicas,
o en pagar una millonada al yanqui botarate que le escribe a la
alcaldesa los discursos en espanglis, o en remunerar asesores inútiles, o
en encargar iluminaciones navideñas anfetamínicas, o en organizar
saraos chorras para culturetas y gafapastas; mucho mejor, en fin,
endeudarse hasta las cejas en majaderías diletantes que nos hacen
olvidar que el único registro o constancia de nuestro tránsito por la
vida es ese batiburrillo de residuos hediondos que unos seres borrosos y
anónimos hacen desaparecer cada noche.
Autor: Juan Manuel de Prada
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