Desde hace algún tiempo, se viene
promoviendo el perdón de las víctimas a los terroristas que les
infligieron un daño que, en términos humanos, sólo puede reparar la
justicia. Se trataría, desde luego, de una empresa loable en quienes la
auspician, y más loable todavía en quienes efectivamente perdonan, si
no fuera porque en esta promoción del perdón pudiera ocultarse un
menoscabo de la justicia. Trataremos de explicarnos.
Perdonar a quien nos ha infligido un grave daño es algo de naturaleza
sobrenatural. Cristo nos dio el mandato de «amar al enemigo», una
forma de caridad extrema que no encontramos en ningún otro código moral
anterior al cristianismo: Confucio predica una benevolencia general
con el enemigo que no es propiamente amor, sino más bien una táctica
calculada de defensa y prudencia; Buda predica el amor a todos los
hombres, aun a los más despreciables, pero dentro de un mandato general
que se extiende también a los animales y a las plantas y que, a la
postre, es más bien una especie de austeridad estoica que conduce a la
supresión del amor por uno mismo; la ley mosaica, por su parte, nunca
había extendido el precepto del amor al prójimo a los enemigos, como
fácilmente se percibe en la parábola del buen samaritano. El mandato
cristiano de amar al enemigo no se puede cumplir mediante el mero
concurso de las facultades humanas; es sobrenatural, porque requiere el
concurso de la gracia divina, porque la posibilidad de su cumplimiento
no se halla en la mera naturaleza humana.
Pero la exigencia de la reparación es de un orden distinto al del
perdón; y se puede exigir reparación y al mismo tiempo perdonar. Pues lo
que el mandato cristiano exige es amar al enemigo, no amar la
injusticia que el enemigo ha cometido. Pensar que el perdón anula la
exigencia de reparación es hacer agravio a la conciencia, al orden y al
bien común; y perdonar sin exigencia de reparación es peor que no
perdonar, porque mantiene al ofensor identificado con la ofensa. Por eso
no puede haber perdón si no hay un arrepentimiento sincero y un deseo
de reparación a través de la penitencia; y, faltando estos requisitos,
ni Dios mismo puede perdonar. Esto que afirmamos se percibe muy
claramente en la relación de Cristo con Herodes, a quien evitó ver
siempre que pudo; y ante quien calló con desprecio cuando lo obligaron a
verse con él (a pesar de que, si no hubiese callado, tal vez Herodes
habría podido salvarle la vida). Cristo no perdonó a Herodes la muerte
de su primo, el Bautista, por la sencilla razón de que Herodes no se
había arrepentido. Si lo hubiese perdonado, habría cometido una
injusticia y una irracionalidad; y Dios, que es todopoderoso, no puede
sin embargo ser injusto ni irracional.
En efecto, cuando perdonamos al injusto que no se ha arrepentido de
la injusticia cometida, hacemos nosotros mismos una injusticia y nos
convertimos ipso facto en injustos. Cuando quien nos ha ofendido se
mantiene identificado con la ofensa (o justifica tal ofensa con razones
políticas de las que no reniega), se mantiene en un estado de desorden
que le impide recibir el perdón. Una injusticia no reparada destruye la
convivencia y es el peor mal social, peor incluso que la guerra; y el
perdón que se exige o se presta a expensas de la justicia reparadora,
lejos de cerrar las heridas, las abre todavía más. Resulta, cuanto
menos, paradójico, que una época como la nuestra, que niega la acción
sobrenatural en nuestras vidas, promueva a la vez el perdón al enemigo,
que es algo que no está en la mera naturaleza humana cumplir. De donde
uno tiende a sospechar que, promoviendo este perdón, se pueda estar
promoviendo la injusticia.
Autor: Juan Manuel de Prada
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