Llamamos «idolatría plutónica» (en honor a Plutón, el dios pagano de las
riquezas, que no en vano era también el dios del inframundo o infierno) a
la transformación del dinero -un mero signo que representa la riqueza
real de las naciones- en un fantasma que se multiplica por arte de
birlibirloque y se transmite por impulsos electrónicos, desligado de la
riqueza real. Esta transformación «prodigiosa» del dinero, que es en
realidad un falso prodigio humeante de azufre, exige en quienes la
aceptan una fe cuasirreligiosa o idolátrica; pues, faltando esa fe, el
mero sentido común nos enseñaría que tal metamorfosis es imposible. En Europa y la fe,
Belloc vinculaba muy perspicazmente el nacimiento de esta idolatría
plutónica con la extensión del ateísmo entre los «ricos inmorales»; en
lo que no hace sino corroborar la afirmación evangélica: «Nadie puede
servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se
entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al
dinero».
En esta metamorfosis hay una suerte de parodia
eucarística: el dinero se multiplica exponencialmente, repartiéndose
entre todos sus adoradores, a cambio de la entrega completa de su ser,
en cuerpo y alma; pero, como ocurre siempre en las parodias, se trata de
una imitación desnaturalizada, desencarnada, pura tramoya de farsantes.
Todos sabemos cómo funciona tal multiplicación (aunque finjamos
ignorarlo, pues la idolatría plutónica requiere, para no desvanecerse
por completo en el aire, que su mentira sea tapada entre todos, como en
la fábula del rey desnudo): usted deposita diez euros en una cuenta
bancaria, nueve de los cuales son empleados por el banco para conceder
un préstamo a tal o cual empresa, que con ellos paga dividendos a sus
accionistas, quienes a su vez los depositan en otra cuenta bancaria
cuyos fondos el banco vuelve a emplear para conceder otro préstamo, y
así ad infinitum. A la postre,
se habrán prestado cien o mil euros, a partir de los diez euros primeros
que usted depositó en el banco. Pero el dinero no se ha multiplicado
eucarísticamente; y, llegada la hora de satisfacer las deudas que en ese
proceso se han originado, no quedará otro remedio sino rapiñar los diez
euros primeros que usted depositó en el banco... y, a continuación,
arrancarle libras de su propia carne.
Se calcula que, en la actualidad, los activos
financieros generados por esta parodia eucarística multiplican al menos
por quince el producto interior bruto mundial; aunque, en realidad, son
cálculos aproximativos, muy probablemente un pálido reflejo de la
pavorosa realidad. Y a esos activos financieros que multiplican la
riqueza real de las naciones por quince recurren los Estados para pagar
avalar su deuda hipertrofiada... sabiendo que contraen obligaciones que
sólo podrán satisfacer detrayendo recursos de la economía real. Pero,
como el dinero que se maneja en la economía real es muy inferior al
dinero fantasmático que genera la idolatría plutónica, los Estados
deudores no pueden afrontar sus deudas mediante medidas recaudatorias
razonables: necesitan esquilmar la riqueza real, ordeñarla hasta dejarla
exhausta, exánime, yerta. Este es el proceso en el que nos hallamos
inmersos; y sólo admite dos soluciones: o se reconoce que la idolatría
plutónica es una fantasmagoría, o sucumbe la economía real. Huelga decir
que el Nuevo Orden Mundial ha optado por la segunda, pues la primera
supondría el derrumbamiento de todas las estructuras de poder que
garantizan su hegemonía; y, en la ejecución de ese designio protervo
-plutónico e infernal-, no vacilarán en arrancarnos todas las libras de
carne, hasta dejarnos reducidos a la osamenta. Vienen tiempos de
oprobio.
Autor: Juan Manuel de Prada
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